Una pizca de sal – Relato

Una pizca de sal

Se lo encontró desnudo, tumbado boca abajo en el sofá; estaba durmiendo profundamente, ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Braulio pensó que no debería estar allí, petrificado cual estatua de hielo derritiéndose en el soporífero calor de una madrugada de mediados de agosto en el salón de su vecino Rubén. Las lamas de la persiana dejaban resbalar un halo de luz lechosa sobre el cuerpo del joven, que difuminaba claroscuros en su piel morena. Sintió la irrefrenable tentación de susurrarle al oído que le gustaba muchísimo, que últimamente vislumbraba ese preciso instante que creía vinculado a la naturaleza onírica de los sueños, que necesitaba alzarle el mentón con suavidad para encontrarse con la viveza de sus ojos castaños, como la primera vez que sus miradas se buscaron de manera inconsciente en el ascensor tres meses antes. Entonces no supo cómo se llamaba, ni que el día anterior acababa de instalarse en el edificio. Dio la casualidad de que salieron al mismo tiempo de sus respectivas viviendas del sexto piso: Rubén de la puerta B y Braulio de la C. Se dieron los buenos días y esperaron la apertura del ascensor. Ambos compartieron el cubículo y se vieron reflejados en el espejo. No medió conversación entre los dos, aunque se escrutaron de manera meticulosa, enfrascados en sus propios pensamientos. Braulio le calculó unos veinticinco, la mitad de años que él tenía, pero los mismos de su expareja al inicio de su relación. En cierto modo Rubén guardaba parecido con Héctor: esbelto, de hombros anchos y caderas mínimas, nalgas prietas y rostro atractivo de sonrisa pícara, enmarcado en una melena larga y rizada.

Días más tarde volverían a coincidir. No fue en el edificio ni en sus aledaños, sino en uno de los establecimientos de moda masculina del centro de la ciudad donde Rubén acababa de ser contratado como dependiente y al que Braulio acudía remiso al aproximarse las vacaciones estivales, con el propósito de renovar su armario, sin variar un ápice su estilo clásico. Entonces le llamó la atención de nuevo su cabello oscuro, recogido en moño con una desenvoltura similar a la que usara su ex durante la época en la que este fue un brillante alumno de doctorado y él mismo su profesor. Se fijó en su nombre escrito en cursiva que colgaba en una tarjeta identificativa del bolsillo superior de su ceñido uniforme, y se presentó a Rubén con inusual jovialidad.

«Qué casualidad, no esperaba encontrarte por aquí», le refirió Braulio, y Rubén repuso sonriente: «Pues mira, estaré encantado de asesorarte, empecé a trabajar el lunes y ya me he hecho al oficio.»

A partir de entonces frecuentó la tienda al término de las clases de la facultad, flexibilizando su forma de vestir.

«Creo que esta línea es ideal para ti, así parecerás más esnob», le comentó Rubén al seleccionarle un par de pantalones y una camisa estampada.

Braulio no tenía intención alguna de repetir errores del pasado, y si bien después de que el malogrado Héctor le hiciera sufrir lo indecible con una ruptura que a día de hoy se sentía incapaz de asumir hasta tal punto que no quería embarcarse en nuevas relaciones amatorias (salvo desfogarse en esporádicos encuentros con hombres más jóvenes que él) el guapo de su vecino no se convertiría de la noche a la mañana en su nuevo novio. No obstante, el raciocinio se le fue de vacaciones, alejándose de su cabeza analítica. Pese a no coincidir apenas en el bloque, Rubén se fue convirtiendo en una fantasía enraizada en el día a día de Braulio. La carnosidad de sus labios se superponía a las bocas de sus alumnos universitarios, en las clases de Inferencia Estadística. Era incapaz de alejarlo de su mente; creía escuchar el modulado timbre de su voz en las dispares voces de los varones flotando en el auditorio, y se le comprimía el pecho en un nudo, impidiéndole centrarse en resolver dudas y permanecer sosegado mientras vigilaba el desarrollo de los exámenes cuatrimestrales.

Quizá requería una bofetada de realidad y, aunque le costó asimilarlo, la recibió estoico en la mejilla un viernes por la tarde, deambulando por los alrededores de la tienda. Lo vio salir del establecimiento con el teléfono móvil pegado a la oreja, distraído, y detrás suyo, yendo a la zaga, un chico que le colocó las manos en los ojos. Desde la distancia apreció sus risas, vio cómo Rubén se daba la vuelta y se dieron un beso de tornillo.

El pobre Braulio creyó desfallecer. Una hora más tarde el espejo del ascensor le devolvería su dramático reflejo: la deslavazada imagen de un hombre derrotado, anodino, con la vida mediada, refugiado en sus libros, en la armonía cromática de las paredes de su vivienda empapelada en tonos pastel, donde su existencia carecía de condimento, como los guisos que procuraba innovar en la cocina, que en ocasiones le resultaban laboriosos, pero a fin de cuentas poco sazonados.

Ahora, en cambio, habían transcurrido setenta y siete días desde que presenciara ese apasionado beso que supuso una puñalada a sus sentimientos, y se hallaba impávido como un soldadito de plomo, deleitándose en la plácida intimidad que le ofrecía Rubén, acariciando únicamente con los dedos del deseo sexual aquel cuerpo espigado, comenzando libidinoso por los pies, prosiguiendo por las pantorrillas, las corvas, los glúteos sin vello, ascendiendo luego por la espalda impoluta, su indómito pelo, la tibieza del cuello…

Decidió moverse con sigilo, cual ladrón lujurioso, por las dependencias del piso, tan semejantes y a la vez tan diferentes del suyo. Recorrió el dormitorio, con las sábanas blancas por el suelo, rezumantes aún del olor a sexo desenfrenado; continuó la inspección ocular en el baño, analizando someramente las cremas esparcidas por el mueble del lavabo; deambuló por la cocina, amparado siempre por la exigua iluminación procedente del exterior y se sentó a la estrecha mesa, donde quedaron olvidados los restos resecos de una pizza. Braulio, que era un maniático de la limpieza y el orden, apenas se escandalizó de la pila de platos y vasos sucios que se amontonaban desafiando el equilibrio en el fregadero, ni de que resultara irrespirable el aire de las habitaciones sin ventilar. Retrocedió sobre sus pasos y se apostó frente a Rubén de cuclillas, con temor de que le crujieran las rodillas. Lo escuchó balbucear en sueños, gemir su mal de amores. Percibió como pronunciaba el nombre de Giancarlo, su enésima conquista sentimental, la que hubiera sido el amor de su vida, según pudo saber Braulio minutos más tarde, pero que como electrodoméstico defectuoso no pasó siquiera el periodo de garantía, se le averió por completo nada más plantear una vida compartida con él. Quiso besarlo, que se levantara abruptamente, que le empujara y le dijera: Pero tío, ¿qué quieres?, ¿qué estás haciendo aquí, cómo puñetas has entrado? Y él, adalid de la lógica, no hubiera sabido qué responderle. Estoy aquí para salvarte, porque me recuerdas a mi exnovio Héctor y no supe cómo ayudarle, cómo sacarlo del profundo hoyo donde se había metido. En lugar de eso se retiró, sin preocuparse de pisar los objetos diseminados por el parqué. El corazón le latía desenfrenado, la garganta se le había secado y una repentina carraspera amenazaba con hacerle toser.

«Giancarlo, ¿eres tú? Márchate, no quiero volver a verte más… ¡Me has hecho muchísimo daño!», le escuchó balbucear.

Braulio consiguió salir del piso y abrió una ventana del rellano. Ansiaba respirar a bocanadas el aire de la noche, de aquella madrugada interminable. Se sentó apoyando la espalda en una jamba de la puerta principal. Concibió la esperanza de que Rubén se dirigiera a su encuentro. Sin embargo, esperó unos minutos que se le antojaron eternos. Rubén había bebido bastante, la lengua se le trababa y simplemente dormía la cogorza.

Vamos a ver, querido Braulio, ¿qué diantres estás haciendo?, le argumentaba paciente su conciencia, reprendiéndolo, ¿por qué no te vas de una vez a la cama y te acuestas un rato? La adolescencia quedó atrás, amigo… Deja en paz al vecinito, seguro que el tal Giancarlo regresará pronto, como si no hubiese sucedido nada. Es más, no es la primera vez que discuten, acuérdate de las veces que el propio Rubén te ha pedido disculpas por las noches toledanas que su pareja y él te hicieron pasar con sus excesos, y tú sin quejarte, metido en casa como un monje de clausura… Volverás a escuchar su música preferida a todo volumen, esa que te parece tan insulsa, y se pondrán a hacer el amor sin importar que puedas oírlos; total, el bloque está casi vacío en verano. Te regalará otra caja de infusiones del supermercado, charlará contigo un rato, y santas pascuas. Venga, Braulio, no me seas idiota. ¿Tan necesitado estás? ¿Por qué no contactas con el chapero ese que es tan discreto? Te hará virguerías… Bueno, y si lo prefieres, no malgastes el dinero y recurre a aquella peli porno que usas para las emergencias, como sueles decir.

Las diatribas le sucedían una tras otra de forma incansable. Estaba harto de sentirse culpable. Culpable, ¿de qué, por qué razón? Se estaba enamorando y sentía aletear en su interior las dichosas mariposas, que más que mariposas eran tábanos que le aguijoneaban el estómago. Si lo dejo estar, si me refugio en los libros, entre sábanas limpias, si prefiero el aroma a vainilla de casa al que desprende la piel de Rubén, estaré cometiendo un craso error. No me perdonaré jamás no haberlo intentado y dejar pasar esta oportunidad de oro, por muy surrealista que pueda parecer: hallar la puerta principal de su piso abierta, así sin más, por descuido o porque él no podía sostenerse en pie, quién demonios sabe…

Se levantó sacudiéndose el pantalón y arreglándose un mechón rebelde de su pelo ralo. Hizo estiramientos, como si hubiera estado entrenando en el parque, respiró hondo y decidió improvisar la fase de ataque:

«¡Rubén!, ¿estás ahí? ¿Rubén?»

Un timbrazo, luego otro, y otro más.

«¿Sí?» Segundos de tenso silencio interrumpidos por una tos seca. «¿Qué ocurre? Un momento…» Y procedente del pasillo, un estropicio de cosas cayendo al suelo, un batiburrillo de imprecaciones por haberse dado un golpe en un dedo del pie.

«¿Rubén?»

«Voy, ya voy… ¡Joder…! ¿Dónde habré puesto los calzoncillos? Ah, sí, aquí están… Ya voy, ya voy… ¿Quién es?»

Lo vio aparecer ojeroso; solo llevaba puesto un bóxer blanco.

«¿Braulio? Hola, vecino… Pasa, pasa, no te quedes ahí…»

Braulio extrajo la llave de la cerradura y le entregó el llavero.

«La llave estaba en la cerradura y la puerta se había quedado abierta, yo no la he tocado, puedes creerme si quieres. Verás, no podía dormir, el aire acondicionado lo tengo averiado, y decidí dar una vuelta… Entonces me di cuenta de que probablemente se tratara de un despiste tuyo y me asusté de veras.»

Rubén le puso una mano en el hombro. Disculpa el caos, musitó mientras le agradecía el bonito gesto que había tenido.

«No sé cómo agradecer tu preocupación, lo que has hecho por mí… ¿Te apetece un café? Yo lo voy a necesitar, estoy que no me tengo en pie.»

Braulio le conminó a que se sentara, que él mismo se encargaba de preparar dos cafés bien cargados. Yo también necesitaré uno, le dijo. Permanecieron en silencio bastante rato, con sendas tazas humeantes entre las manos, mirándose como aquel día que quedó grabado en los anales de la memoria reciente de Braulio. Eran las cuatro de la mañana, una tímida brisa se abría paso desde una de las ventanas que acababa de dejar entreabierta, llevándose en volandas parte del tufo a alcohol y aire viciado. Rubén reclinó la cabeza en el pecho de Braulio al terminar de beberse la taza, como si fuera lo más natural del mundo, y fue desgranándole poco a poco retazos de su vida desde la infancia. Le fue resumiendo a trompicones que fue criado por su abuela paterna en un pueblo perdido entre montañas, que a los dieciocho, estrenada la mayoría de edad, rechazó continuar estudiando, que los amoríos los iba encadenando uno tras otro, como las cuentas de un collar, que anhelaba alcanzar una estabilidad sentimental y laboral.

«No sabes lo que daría por retomar los estudios», le dijo llorando como un crío indefenso. «No te puedes figurar lo que daría por amar sin que nadie me atormente con la sombra de los celos…»

«Si te lo propones, Rubén, podrás estudiar y compatibilizar tu formación con el trabajo. No te cierres puertas: encontrarás el amor, y no esos sucedáneos que te dejan hecho un guiñapo.»

Consiguió hacerlo reír y después se sinceró con él. Braulio le habló del barbecho de su soltería, de los nueve años que vivía solo, como un ermitaño perdido en un campo de desolación, sin abrir su corazón a nadie.

«El sexo para mí es algo ocasional, puntual quizá, una mera necesidad fisiológica que ha de ser satisfecha cuando la siento de manera acuciante. Sufro las heridas del desamor, esas que se enquistan y hacen tanto daño…»

Le narró además detalles escabrosos de los escarceos de Héctor con las drogas, le mencionó algunos de sus sonoros desplantes, y le contó intimidades de la relación tóxica que ambos fueron fraguando, hasta que lo abandonó como si fuera un perro sarnoso. Él tenía un futuro prometedor y lo arrojó a la basura, le explicó, enredando sus dedos en los rizos de su cabello.

El amanecer los sorprendió hilando confidencias, rescatando del pasado pasajes vitales que debían quedar ocultos en los compartimentos del ayer, pero que ahora regresaban al presente para fortalecerlos. Braulio dibujó con la yema de sus dedos las facciones de Rubén, sintió que su virilidad le empujaba el pantalón, que la sangre se le agolpaba en el miembro endurecido, tanto o más como demostraba estar el de Rubén, que le presionaba el bóxer…

No llegarían a recordar después quién de los dos decidió romper el encantamiento, quién se movió primero para cambiar la postura que durante poco más de una hora les tenía entumecidos. Quizá fue Braulio, que colocó su taza junto a la de Rubén, o el propio Rubén, que se quitó las legañas y estiró los brazos en un sonoro bostezo. Ambos abandonaron la posición yacente y Rubén, terminando de desperezarse, con su erección a escasos centímetros del rostro de Braulio, anunció que se iba a dar una ducha.

«Espérame, enseguida estoy contigo, voy a arreglarme un poco», le refirió.

Le observó desplazarse al baño, sin trazas del estado de beodez en el que había estado sumido desde que a partir de medianoche deambulara de bar en bar. Rubén reconoció entrar en casa como si le hubieran dado una paliza: no supo cómo fue capaz de atinar con la llave, ni cómo pudo desembarazarse de la ropa. Braulio le vio arrojar el bóxer en el pasillo y estuvo a punto de acercarse a la mampara esmerilada, de desvestirse él también en un acto de locura y enjabonarle la espalda.

«Te debo una invitación, el café me ha venido de lujo para despejarme… ¿Qué tal te parece que almuerces en mi casa? Y si quieres, luego podemos ir al cine…»

Rubén cortó el agua.

«Perdona, ¿has dicho algo?»

Le hizo repetir la propuesta mientras descorría la mampara. Asomó la cabeza, dejando entrever su desnudez y le expresó que le parecía una idea magnífica, que él se encargaría de poner el vino.

«Bueno, pues ya sabes, nos vemos a las una y media, conoces el camino…»

Rubén se rio de la ocurrencia de Braulio, dicha en tono serio.

«Voy a ponerme a elaborar el menú; no te preocupes, tiraré de la puerta y te la dejaré cerrada, no es preciso tentar nuevamente a los ladrones…»

Se demoró en pensar qué podría preparar. Ya se me ocurrirá algo, se dijo. Tarareó los compases del bolero de Ravel en la ducha e imaginó que la compartía con Rubén… Más tarde seleccionó la música que amenizaría el reencuentro: nada de estridencias, algo suave, delicado. Estaba radiante, feliz como un quinceañero con su primera cita romántica. Fuera las gafas, pensó, mejor me coloco las lentillas, que acabo de descubrir que le gusta el verde de mis ojos; y de perfume, uno sutil, parecido al suyo, algo fresco, mentolado…

Puso patas arriba la despensa. Un desbarajuste de cacerolas y demás enseres; un desorden con visos de similitud al hogar de su joven vecino. Rescató los botecitos de especias del cajón donde yacían guardadas. Las alineó como un ejército esperando la orden de contraataque y repasó uno tras otro los volúmenes de cocina saludable que tenía dispuestos en un estante, tratando de localizar las recetas más deslumbrantes. De ahí pasó, sin orden ni concierto, a colocar el mantel bordado de lino, las servilletas a juego, la cubertería de plata, la vajilla de cristal tallado, los platos de un ajuar que jamás había estrenado…

Horas más tarde, el salón comedor lucía resplandeciente en la penumbra: Schubert y Brahms compartían el hilo musical, las cortinas se movían lánguidas, vaporosas, al compás de un pequeño ventilador, los óleos de estilo naif eclosionaban su colorido y la mesa a la que en breve se sentarían no le faltaba detalle: flores, velas aromáticas, viandas, frutas exóticas…

«Reserva del 76», apreció sorprendido. «Debe haberte costado muy caro, Rubén…»

«La ocasión lo merece», le interrumpió ligeramente azorado.

Dieron cuenta de un festín pantagruélico, con varios brindis de vino que acompañaron los entremeses, el solomillo con salsa de nueces y arándanos, la merluza al horno, hasta llegar a la tarta de grosellas… Sin embargo, bocado tras bocado, no solo devoraban con fruición la carne, el pescado o el postre, sino que se alimentaban también de suspiros, de miradas intensas, de silencios que hablaban por sí solos y pedían dejar a un lado las formalidades…

¿Qué tal te parece la comida?, preguntaba sin esbozar sonido alguno Braulio, incapaz de rasgar una magia efímera. ¿Te gusto?, quería continuar diciéndole.

«Está todo exquisito…», le refirió Rubén con una sonrisa traviesa, leyendo la transparencia de sus intenciones.

«¿En serio?»

«Sí… Pero yo le hubiera añadido algo a la carne…», esbozó hábilmente relamiéndose los labios, invitándolo a sumergirse en el almíbar de sus ojos almendrados. «Solamente le ha faltado a una carne tan rica, tan deliciosa, que se deshace en el paladar… una pizca de sal.»

 

© José Manuel Muñoz Serrano.

Las tentaciones de Diligencia – Relato con aires de fábula

Las tentaciones de Diligencia

 

—¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti —le decía la cigarra a la hormiga.

Fragmento extraído de la fábula La cigarra y la hormiga, de Esopo.

 

Si Diligencia fuese una mujer presuntuosa, se vanagloriaría ante quienes quisieran escucharla de la aplicación, cuidado y esmero que ponía en la ejecución de cualquier tarea. No concebía estar de brazos cruzados, sin hacer nada. «Siempre hay algo que hacer», se decía ufana.

Cada viernes por la noche, tras finalizar sus trabajos como limpiadora en el colegio de su barrio y cocinera en la pensión Amanecer, a los que se entregaba con ahínco, llegaba a casa y tomaba una tonificante ducha. A continuación, se desplazaba en coche para visitar a su abuela Virtud, que vivía cerca, en un pintoresco pueblo enclavado en un valle. La abuela la ponía al corriente de sus propias reflexiones y le proporcionaba el vigor suficiente para afrontar la rutina semanal. «Recuerda: actúa con bondad y mesura, querida. Sólo así, la ardua labor se convierte en liviana», le solía decir a modo de saludo.

Por su parte, Perseverancia, la madre de Diligencia, le tenía inculcado desde pequeña que, aunque la vida ponga muchas trabas, no hay que dejarse vencer por el desaliento. «Ya lo sabes, hija mía: la palabra claudicar no existe en nuestro vocabulario.»

La vida de Diligencia rozaba el ascetismo, de ahí que quienes la conocían acudieran a ella en busca de consejo espiritual para sanar las heridas del alma. Discreta y sensible, hubiera dado cuanto tenía por ayudar a su prima Honradez, cuando su corazón se vistió de la frivolidad de Avaricia. Sin embargo, por aquel entonces, Honradez no tenía ojos más que para sí misma. Afortunadamente, llegó a ser consciente de su descenso a los infiernos. La propia Diligencia llegó a confesar a su madre que jamás tropezaría en la misma piedra de la prima.

—En eso has salido a tu abuela, un modelo de virtuosismo a seguir. Yo no puedo decir lo mismo —le refirió en una ocasión Perseverancia—. Antes de conocer a tu padre, que en paz descansa, me enamoré de Tedio. No había muchacho más apuesto que él en toda la comarca. Pero cuanto tenía de buen mozo, lo tenía de aburrido. No te puedes figurar lo aburridísimo que era. Menos mal que me desprendí de la venda que cubría mis ojos, porque no sé qué hubiera sido de mí. Celebré que se casara con Pereza. Si tu abuela estuviera en este momento aquí, te diría: ten mucho cuidado y, por tu bien, procura alejarte de esa familia.

Diligencia había escuchado fugaces críticas de Pereza, como que era descuidada y holgazana o que vivía en un continuo estado letárgico. Quizá, si hubiese querido mostrar un ápice de curiosidad, se habría enterado de muchos cotilleos de aquel matrimonio y sus hijos, pero como no se podía permitir el lujo de perder el tiempo con los dimes y diretes del mercado, en cuanto terminaba sus compras se iba a casa y continuaba faenando.

Una fría mañana del mes de febrero, casi año y medio después del descalabro emocional de Honradez, apareció el primer pedrusco en el camino de la equilibrada y predecible vida de Diligencia. En un inicio no fue consciente de la aparición del escollo, pero cuando descubrió que había cometido un error similar al de su prima, le resultó complicado levantarse de la caída…

Los domingos eran los únicos días que Diligencia podía dedicarlos a sí misma. Pero en vez de descansar, después de ayudar a su madre a preparar el menú semanal y limpiar la casa que ambas compartían (ya que durante la semana trabajaban), se ofrecía de manera desinteresada a recibir en su salón a personas ávidas de escuchar tan infinita sabiduría.

Lo único que le desagradaba a nuestra buena amiga (en realidad, nadie hay perfecto en esta vida) era todo lo que guardara relación con la burocracia. Procuraba no manifestarlo, pero cada vez que necesitaba arreglar cualquier trámite se ponía nerviosa. Rara era la vez en la que no le dijeran que le faltaba algún documento, o le refiriesen que debía desplazarse a otra administración. «Lo que usted nos solicita no puede ser tramitado aquí», le replicaban y Diligencia se marchaba resoplando.

Un jueves por la mañana, durante un breve descanso laboral, acudió a la Oficina de Registro. Debía poner una reclamación por el importe de unas desorbitadas facturas que le habían cobrado por error. Tuvo que guardar cola frente a un mostrador, en el que atendía un hombre calvo, cuya lentitud a la hora de prestar sus servicios a la clientela la hacía desesperar. Nerviosa, miraba una y otra vez su reloj, pensando que se le haría tarde para acudir al ambulatorio, donde trabajaba por las mañanas desde hacía tres meses y medio como secretaria, atendiendo peticiones de citas médicas; un empleo que compaginaba con los de cocinera y limpiadora. Cuando se fue acercando al burócrata, únicamente se fijó en su nombre de pila, que llevaba fijado al bolsillo derecho de su camisa a rayas en una minúscula tarjeta, sujeta con un imperdible. A más de una persona le hubiera pasado desapercibido el rótulo, pero no a Diligencia, acostumbrada a captar el mínimo detalle de cuanto le rodeaba. Cansancio. Un nombre muy apropiado…

Cuando le llegó su turno, el funcionario bostezó repetidas veces, sin poderse contener. Acto seguido se llevó los dedos índice y pulgar de la mano derecha a los ojos, apretándolos con fuerza y levantando sus redondas gafas. Parpadeó varias veces antes de fijarse en Diligencia, cuya seriedad le hizo reaccionar rápidamente.

—Buenos días, señora. Usted dirá…

—Buenos días. Me han dicho que aquí puedo presentar una reclamación por el cobro abusivo de unas facturas de luz y gas. Es imposible que gastemos tanta cantidad de dinero mi madre y yo, puesto que economizamos al máximo. Debe tratarse de un error…

—Los impuestos han subido mucho este año, no sé si está informada. Los efectos de la crisis, que por desgracia pagamos todos. Déjeme ver las facturas que…

Cansancio interrumpió su explicación porque no pudo evitar llevarse una mano a la boca para frenar un sonoro bostezo.

—Perdóneme señora —continuó—. Pero llevo varias noches sin pegar ojo y estoy agotado. Parece como si me hubieran dado una paliza.

Diligencia dulcificó la rectitud de su rostro dejando aflorar una tímida sonrisa. Sin saber por qué razón, la disculpa propició su interés por Cansancio como persona y no como un trabajador más al servicio de la maquinaria del estado. Se percató de que era un hombre delgado, de frágil y quebradizo aspecto. Al verlo deambular unos pasos erráticos para buscarle un impreso para rellenar el motivo de la reclamación (puesto que se habían agotado los que tenía sobre el escritorio) le inspiró cierta ternura su estatura menuda y la palidez grisácea de su piel, que discordaba con las negruzcas ojeras que las gafas parecían disimular y la claridad de sus ojos, de una claridad como diáfano cielo. Pensó que, al ser tan alta y robusta, podrían sacarse de ella dos hombres como él. Así pues, lo percibió tan desvalido que ni siquiera se percató de que ya había consumido el tiempo de su descanso y debía salir rápidamente de la Oficina de Registro.

Diligencia se retiró del centro del mostrador, cediendo el paso a una mujer de mediana edad que esperaba ser atendida a continuación. Mientras rellenaba el impreso con sus datos personales y los referentes a ambas facturas, no podía dejar de pensar en Cansancio, que estaba ofreciendo una suerte de salvamento administrativo a personas que, como ella, necesitaban solucionar sus problemas económicos. «Tal vez este hombre necesite mi ayuda. Podría atenderlo el domingo en casa. Estoy segura de que encontraré la clave de la causa de su insomnio», se dijo nada más percatarse de la primera dificultad que le mostró el impreso. Debía anotar los números de contrato de los contadores de luz y gas, así como unos extensos códigos de serie. No había contado con tal eventualidad.

Esperó a que el hombrecillo terminara de colocar un sello y su firma a un documento que le entregaba un joven. La sala se había ido quedando sin gente.

—Hasta mañana, Cansancio… Ya se acerca el fin de semana y podremos descansar, que falta nos hace —le refirió una compañera jocosa, mientras recogía su abrigo.

Una vez que estuvieron por fin los dos solos, Diligencia le mostró el impreso.

—Acabo de percatarme de que se requieren unos números de contrato y unos códigos de serie. Como imagino que todo está informatizado, si pudiera buscármelos en su ordenador e imprimirlos, se lo agradecería…

—Verá, señora —la interrumpió—. Esa información la debe tener usted cuando firmó ambos contratos. Yo podría proporcionárselos, pero la ley de protección de datos me lo impide. Además, ya he apagado la impresora, tiene muy poca tinta y en el caso de que pudiera facilitárselos, no podría imprimírselos de manera legible… Por desgracia, estamos escasos de material.

En vez de marcharse como hubiera hecho en otras situaciones refunfuñando, Diligencia le sonrió.

—No se preocupe. ¿A qué hora cierra la Oficina de Registro?

—Ya debería estar cerrada, señora. Son las 13:35 horas. Estoy invirtiendo para usted cinco minutos extra, no sé si es consciente de ello.

Diligencia no podía dar crédito a sus oídos. Las 13:35 horas… En veinticinco minutos terminaría su jornada de trabajo en el dispensario médico. Si encendiese en ese mismo instante su teléfono móvil (se dijo que no lo conectaría a lo largo del día) encontraría llamadas perdidas de su jefe, que la pondría al corriente de mensajes airados de gente que no había podido ser atendida… Ya no merecía la pena salir corriendo para estar, como se suele decir, cinco minutos sentada en su puesto. Al día siguiente afrontaría la bronca que pudiera recibir.

Cansancio terminó de recoger sus cosas y ambos salieron al exterior. Un radiante sol hizo que el hombre parpadeara repetidas veces.

—Cansancio, vamos a tomarnos una caña, hermano… —propuso un joven de aspecto bohemio, que se acababa de bajar de un autobús urbano, a unos cincuenta metros. Presentaba cierto parecido en cuanto a fisonomía con el interpelado, pero ahí quedaba el parecido, puesto que la alegría que desprendía este era la inyección de vitalidad que necesitaba el otro.

—Una sola, Ocio, que te conozco —le contestó alzando la voz—. Mañana por la mañana vuelva a pasarse por aquí —le refirió a ella con una sonrisa forzada, en tono bajo y pausado—. Le daré salida a su reclamación. Por cierto, no me he presentado: mi nombre es Cansancio.

—Diligencia, mucho gusto. Así haré, hasta mañana —dijo mientras estrechaba la mano que le tendía—. Disculpe mi atrevimiento. Puesto que afirma que no duerme bien, quisiera ofrecerle unos cuantos consejos… Intente no arrastrar a la cama las preocupaciones diarias. Organice sus horas de sueño de manera responsable, en la medida de sus posibilidades. Si consigue entrenar su cuerpo yéndose a dormir a la misma hora cada día, verá como conciliará el sueño rápidamente y se despertará con la sensación de haber descansado. Que por más que intenta no puede quedar dormido, levántese, lea un poco y vuelva a la cama. Otra cosa importante: si se pone a dar vueltas, lo más probable es que no consiga más que desesperarse… Bueno, su hermano se acerca, no le entretengo más. Buenas tardes.

Cansancio se quedó inmóvil, sin articular palabra. Por su parte, Diligencia se acomodó en su vehículo y arrancó para irse a casa.

—¿Quién es? Parece una mujer interesante… —le preguntó Ocio, dándole un golpecito en el hombro.

—La he conocido esta mañana. Tienes razón, es una mujer interesante…

Diligencia almorzó con desgana. La madre, al contemplarla tan silenciosa, lo primero que pensó es que había tenido algún contratiempo en el trabajo.

—No, madre, me ha ido bien. Fui a la Oficina de Registro —le contestó sin mirarla a los ojos.

—De ahí que apenas tengas hambre… Hija mía, cuánto siento haberte pedido el favor de que fueras allí, con lo que odias el papeleo. ¿Lo has podido solucionar? ¿Qué te han dicho?

—No… Me falta un documento.

La madre recogió su plato y lo puso en el fregadero.

—Perdona hija mía, pero no puedo esperarte. Tengo muchísimo trabajo atrasado por causa de una máquina que se ha estropeado y debo salir pitando. No voy a poder ni fregar los platos… Por cierto, mañana tendré dos horas libres por la mañana y podré zanjar lo la reclamación…

—¡No! No es necesario, madre… El ambulatorio está a solo cinco minutos en coche de la Oficina de Registro. Además, el funcionario que me ha atendido dice que es una nimiedad…

Perseverancia sonrió a su hija. Cuando se disponía a salir, le pidió que recogiera la cocina.

—Eres un sol —le dijo antes de cerrar la puerta.

Diligencia se quedó sentada, con la mirada fija en el plato de lentejas. No tenía ganas de continuar comiendo.

Cansancio. Cansancio. Cansancio.

Aquel hombre la estaba dejando en un estado de estupor mental.

Llevo varias noches sin poder dormir y estoy agotado. Parece como si me hubieran dado una paliza…

«Pero si es un joven insignificante», se dijo. «No entiendo qué me pasa, es como si el estómago me palpitara, noto el corazón incontrolado…».

Se levantó del asiento y no supo qué hacer con las lentejas. «Que el Altísimo me perdone, pero las echaré al retrete». Tras pulsar la cisterna, se percató de su vestido, quizá demasiado sobrio y de sus zapatos, nada atrayentes. Su piel, de un moreno deslucido, jamás había tenido contacto con el maquillaje. Nunca le había importado la imagen que pudiera dar a los demás. La abuela Virtud le decía: «Cada uno es como es. La naturalidad es un don que debe llegar al corazón a los demás. Cuando se aparenta algo que no se tiene, se cae en el artificio. Las arrugas son las huellas que deja nuestro paso por la vida a medida que nos hacemos mayores. Un poco de maquillaje oculta imperfecciones, querida, y es bueno usarlo para dar viveza a un rostro, pero no puede suplir lo que ya se ha vivido, aunque se alíe con la cirugía.»

«En absoluto acudiría al extremo que me refiere la abuela, pero si diera un poco de color a la mirada, los pómulos y los labios…». No se atrevía a completar la formulación de su pensamiento, pues ella misma no sabía qué pretendía revolviendo el armario del baño y el tocador de su madre. «Qué tontería… No sé por qué he pensado que mamá podría tener un neceser con útiles de maquillaje».

Cuando fue consciente del caos en que había sumido el baño y la alcoba, se dispuso a ordenarlo todo con rapidez. En breve tendría que acudir al trabajo y no podía entretenerse más. Pasó por la cocina como una exhalación y se acordó que no había recogido la mesa, ni limpiado las hornillas, ni fregado los platos. Procuró dejarlo todo impoluto, pero si se entretenía fregando y limpiando, se le haría muy tarde. «Lo siento, madre, pero por un día que no deje la cocina como los chorros del oro, no pasará nada.»

En el trabajo no pudo evitar pensar en Cansancio. Apenas conversó con sus compañeras, sólo se limitó a cumplir estrictamente con lo que le correspondía llevar a cabo en la planificación diaria. En la cocina de la pensión se mantuvo seria como una momia. No se entretuvo ni un minuto más avanzando las tareas para el día siguiente. Salió de manera atropellada, sin despedirse de nadie.

Se acercó a un bazar que, a pesar del horario tardío mantenía abiertas sus puertas. Le pidió a la oriental que estaba junto a la caja que le recomendara pintalabios, colorete y sombras y lápiz de ojos. La mujer, una chica pizpireta, le contó grosso modo en su acento marcado de eles las ventajas de unos y de otros y le ofreció varios estuches para que eligiera el que más le gustase. Escogió el más barato.

De poco le sirvieron los consejos que ofreció a Cansancio referente a la importancia del descanso en el sueño. No pudo quitarse de la cabeza las violáceas ojeras del joven y su lentitud de movimientos, que le hacían caminar como si tuviese por pies una aleación de plomo con zapatos. Procuró ponerse a leer el último libro publicado por su abuela: Las virtudes de la mujer diligente, pero no le sacaba sustancia al texto.

A la mañana siguiente despertó con unas minúsculas ojeras. Eran tan difusas que posiblemente su madre no se percataría de ellas, y menos que nadie su abuela, que se pondría a perorar acerca de su nuevo tratado de relaciones humanas que en breve vería la luz en el mercado editorial.

Antes de irse a trabajar, batalló con el espejo del lavabo, esmerándose con el maquillaje recién adquirido. Estaba nerviosa y el lápiz de labios parecía cobrar vida propia: se dedicó a limpiar con sus dedos el carmín que había sobrepasado los límites de los labios, dejándolos sin perfilar. Aplicó el sobrante a las mejillas y, sin perder más tiempo, abrió la sombra azul de ojos y la distribuyó por los párpados superiores con un lápiz. No la quiso difuminar porque tenía prisa. «Ya perfeccionaré la técnica», se dijo.

No llegó a comprender cómo la gente parecía burlarse de ella. Miradas de soslayo iban aparejadas de sonrisas irónicas. Al menos tenía la suerte de que nadie le había referido nada acerca de la ausencia de ayer. Cuando encendió el móvil por la mañana encontró el registro de un número desconocido. «Mi jefe», supuso. Pero no había ningún mensaje de texto amonestándole su comportamiento. Respiró tranquila. Ocho minutos antes de que llegara el descanso, cogió su bolso y se ausentó de su asiento. Fue al aparcamiento, subió al coche y estacionó frente a la Oficina de Registro.

A excepción de la anterior vez, había menos gente esperando su turno, lo que agradeció sobremanera. No obstante, no se libró de nuevas miradas burlonas que eludió dirigiendo sus ojos hacia los ventanales. Cuando le llegó el turno, Cansancio congeló su bostezo.

—¿Qué le ha pasado en la cara? ¿Se ha cabreado con el maquillaje? —le refirió, interrumpiendo de inmediato otro bostezo.

—Tengo aquí el impreso relleno junto a las facturas erróneas —respondió decepcionada—. También le entrego una copia de mi documento de identidad y de los contratos de luz y agua.

—Sabe… Anoche dormí un poco mejor, siguiendo sus sabios consejos.

Diligencia sintió brincar el corazón en su pecho y como una especie de alfiler le aguijoneaba el estómago. Ya no le importaba que el tiempo corriera inexorable en su contra.

—Temo decirle que necesito una fotocopia de las facturas, así como original y copia del certificado donde se establece que su hogar cumple con todos los requisitos para contratar la potencia de luz que se establece en el contrato… Procure hacer las copias en alguna papelería porque andamos pobres de material, como bien le hice saber ayer y la fotocopiadora que tenemos va lenta. Necesita mucho tiempo para recalentarse y funcionar.

En vez de poner pegas, le refirió que en breve le entregaría toda la documentación.

Una Diligencia pragmática regresaría al trabajo, atendería llamadas, y dejaría para el lunes o para cualquier otro día, con más calma, la tramitación. Sin embargo, cuando el corazón baila tangos en el pecho y el estómago aplaude, el raciocinio se nubla y actúa de manera inconsecuente.

Nuestra amiga buscó el papel, desordenando un cajón donde yacían otros tantos legajos similares. Localizó una pequeña papelería donde le podrían hacer las fotocopias. Asumió con resignación su frustrado intento de impresionar con el maquillaje, pero no tuvo el suficiente valor de desprendérselo. Una vez que consiguió dejarlo todo preparado en una carpeta de cartón, se acercó a la Oficina de Registro. «Se me ha olvidado ordenar el cajón. Bueno, no pasa nada. Es un mueble que apenas se usa…», se dijo, pensando una vez más en Cansancio.

Esperó pacientemente a que llegara su turno, sin importarle que otra vez se le estuviera haciendo tarde. «Hablaré con el jefe, aceptará mis disculpas y todo será como si no hubiese pasado nada. Estoy segura que sabrá comprenderme».

—Estupendo. Ya está todo —le comentó el funcionario sonriente, revisando por última vez el material aportado—. Esta copia se la queda usted sellada con la fecha de hoy viernes. En unos días supongo que recibirá respuesta. No se desespere si tarda en recibir la resolución, que ojalá sea a su favor, por correo certificado. Ya sabe, las cosas de palacio van despacio. Buenas tardes, que tenga un buen día. El siguiente…

Diligencia respondió al saludo sin apenas esbozar palabra y salió de allí con el corazón mustio. Una despedida que se acogía a los límites estrictos de la cordialidad mercantilista. Por un lado, tenía el pleno convencimiento de que no volvería a coincidir más veces con Cansancio, pero por otro, se rebelaba ante la insistencia de una lejana voz que, instalada en algún recóndito lugar de su mente, le decía que debía hacer lo posible por evitarlo, ahora que estaba a tiempo.

Estuvo tentada de esperar su salida, puesto que quedaba una hora para que Cansancio concluyera su jornada. Empezó a desplazarse de un lado a otro, mirando su reloj de muñeca cada minuto, los equivalentes a treinta pasos hacia la izquierda, treinta hacia la derecha. Pero llegó un momento en que el reloj pareció aburrirse de la espera y Diligencia decidió claudicar.

No sabía qué hacer. No le apetecía trabajar. Se encontraba desganada y un bostezo le hizo sonreír ligeramente. Tampoco tenía intención de almorzar en casa, puesto que su madre le preguntaría acerca del desarrollo de la jornada, y no tenía intención alguna de dar explicaciones a todo lo que le estaba pasando.

Encendió su teléfono. Dos llamadas perdidas de su jefe y un lacónico mensaje: ¿Dónde estás?

Un mensaje, esta vez de su madre: Cariño, ¿qué tal ha te ha ido? Ayer por la noche te noté rara. Tenemos que hablar.

Respondió solamente a su madre: Mamá, no voy a poder acompañarte en el almuerzo. Puedes guardar mi parte en una fiambrera. Estoy muy liada. Todo bien y solucionado. No tienes por qué preocuparte. Besos.

En realidad, se le había quitado el apetito. Jamás había mentido y se sentía extraña. «Son mentiras piadosas. Comenzaré la semana con buen pie», se dijo.

Sus pasos la encaminaron a casa de Sinceridad. Ella, con su particular ojo clínico, sabría decirle qué le estaba pasando.

—Ya sé lo que te pasa. Estás enamorada, amiga… ¿Quién es el afortunado?

Diligencia había procurado mantenerse estoica mientras escuchaba burlescos comentarios del tipo:

«¿Trabajas como payaso de circo?»

«Chica, ¿te has mirado al espejo?»

«Perdona que te lo diga, pero te veo fatal… Además, ese vestido que llevas puesto, con esos tonos tan apagados, no te favorece nada.»

—No sé… por qué motivo… me dices eso…, que estoy enamorada… —le contestó titubeante.

—Tus ojos te delatan, querida mía. Te conozco a raíz de lo que le sucedió a tu prima Honradez. Ambas os parecéis como dos gotas de agua, no en cuanto al físico, sino en lo transparentes que sois a la hora de reflejar vuestras emociones. Yo te puedo ayudar si lo deseas. Por desgracia o fortuna, según se mire, soy sincera y digo las verdades como las percibo y siento. No sé si querrás hablarme del chico con el que estás saliendo. Aunque no lo creas, soy discreta. Si no deseas contarme nada, no te voy a sonsacar, de eso puedes estar segura. Pero te noto cansada y ojerosa, por más que te hayas empeñado en montar una batalla campal con la sombra de ojos y el carmín. Por la forma en la que te has sentado en el sofá me parece que estás exhausta. Es más, diría que te has ausentado del trabajo… Yo te digo todo esto por tu bien. Intuyo que has venido a verme para que te diga la verdad, lo que te cuesta asumir. En ningún momento quisiera mostrarme quisquillosa contigo, Dios me libre. Por cierto, supongo que vas a querer almorzar en casa… Tienes hambre. Lo deduzco por la forma en como miras el guiso: pollo con salsa de almendras y nueces, una delicia para el paladar. Ponte cómoda, no hace falta que me ayudes. Quién lo diría, la buena de Diligencia en brazos de la indolencia…

Los párpados se le cerraban mientras la perorata de Sinceridad no parecía tener fin. Enfrascada en un monólogo interminable, al tiempo que Diligencia iba adentrándose en el universo de los sueños, la amiga iba poniendo la mesa, ultimando el guiso, sacando sus vestidos del armario y arrojándolos al sofá, en un continuo ir y venir de pasos, hasta que con voz suave le anunció:

—Chica, si deseas comer conmigo, quítate la modorra y siéntate a la mesa.

Agradeció la invitación con un leve asentimiento. El sueño la vencía y le costaba partir el pan, para mojarlo en la salsa.

—No te preocupes, reserva tus escasas fuerzas para el trabajo. Yo misma me encargaré de trocearte el pollo y cortarte una rebanada de pan.

—Gracias… Eres un cielo. No sé lo que me pasa… Bueno, creo que sí. Ayer conocí a un hombre. No es guapo, pero tiene algo que me llama la atención. Estoy experimentando unos cambios muy extraños… No sé como explicar…

—Que estás enamorada.

Silencio por respuesta. Diligencia era incapaz de replicarle. No quería discutir con su anfitriona.

Cuando ambas terminaron el postre, Sinceridad prohibió que su invitada moviera un solo músculo. Esta no encontró palabras para agradecer los consejos que le ofreció, acerca de maquillaje y vestuario. Le regaló un amplio bolso en el que introdujo sus mejores cremas, lápices de ojos, máscaras de pestañas, pintalabios, colorete, sombras de ojos…, así como mantones de Manila (las únicas prendas de las que podría extraer improvisados vestidos usando imperdibles, dado que la talla de Diligencia difería de manera ostensible con la suya) y un par de tacones rojos.

—Aunque seas mucho más alta que yo, tenemos el mismo número de calzado.

Ni que decir tiene que todos quedaron asombrados del cambio de imagen experimentado por Diligencia. Sus compañeros de trabajo jamás la habían visto tan bella. El buen hacer de Sinceridad había obrado milagros. Frente al espejo había otra mujer. Labios perfilados, pómulos realzados, mirada más profunda…

Diligencia se había encargado de ofrecerle clases aceleradas de buen gusto en el arte del estilismo. Incluso le había arrebatado las llaves del coche y había conducido por ella, para dejarla a las puertas del colegio.

—No te preocupes por mí, me gusta andar —le refirió nada más salir del vehículo.

«Pobrecita mía, igualita que la prima», pensó, «la familia de Pereza la ha cegado».

Los acontecimientos se fueron desencadenando de tal manera que, en unos días, Diligencia cayó en las redes de una telaraña de la cual era incapaz de salir por sí sola.

Aquel viernes por la noche pensó irse directa a casa de su abuela Virtud. Como allí pasaría la noche y gran parte del sábado, quería que la anciana la viese radiante cuanto antes. Aprovecharía para confesarle de una vez por todas lo que le estaba sucediendo, ya que con Sinceridad había sido incapaz de abrir las compuertas de sus sentimientos.

Las tentaciones nublan los sentidos. No desaparecen de nuestras vidas, así como así, por arte de magia. Están ocultas, en estado latente, esperando el momento idóneo de asaltarnos cuando nos encontramos susceptibles. Y eso es lo que le sucedió a nuestra adorable amiga. De no haber conocido a Cansancio, no focalizaría en su mente ni el más mínimo estímulo desviador de sus metas cotidianas. Por ejemplo, nunca había entrado a un bar o a una discoteca. La música que salía de aquellos locales parecía enviarle una invitación: «Bienvenida a pasar momentos distendidos. Disfrute de su tiempo libre…».

En vez de encaminarse al hogar de la abuela, Diligencia se quedó respirando los sonidos de la noche: bullicio, risas, lejanos murmullos de juerguistas que comenzaban su periplo saludando las excelencias que les mostraban el fin de semana… «Una vez más. Necesito verlo una vez más, fuera de su oficina…», se dijo, aproximándose al coche. «Él no tendrá por qué madrugar mañana y yo tampoco.» El timbre agudo de una voz conocida la sacó de su ensimismamiento. A pesar de estar mediatizada por los efluvios del alcohol, no le cabía duda.

—No insistas, no puedes conducir. Ni yo tampoco, bien lo sabes, pues no tengo carné y, además, aunque lo tuviera, también he bebido. Menos que tú, claro está, porque no te sostienes erguido y yo, en cambio, coordino. Buscaremos un taxi…

—Pero si dices que se te ha agotado la batería… ¿Cómo vas a llamarlo?

—Confía en mí, Ocio. Ya encontraré la manera.

Los emisores del diálogo, cada vez más cerca, hicieron que Diligencia acudiera al encuentro como el poeta al canto de una ninfa.

—Si queréis os puedo llevar a casa… No es problema alguno.

Como buena samaritana, siguiendo sus indicaciones, Diligencia condujo adentrándose en unos minutos en la barriada donde habitaban los hermanos. Aunque quedaba cerca de donde vivía, no sabía de su existencia. A pesar de que era noche cerrada y las exiguas farolas apenas iluminaban las calles con su estrecho y resquebrajado acerado por las que transitaban, la impresión que tuvo fue la de internarse en una zona desangelada y sombría, con muros llenos de feas y siniestras pintadas, parques descuidados, suciedad en la calzada y contenedores dejados de la mano de Dios. Un aire a desidia flotaba en el ambiente a medida que sus pasos la conducían al hogar de los jóvenes, que hacían malabares para no tropezar y caerse con el empedrado levantado.

—Disculpa que no me levante, pero acabo de tumbarme en el sofá. Mi nombre es Pereza y soy la madre —se presentó una mujer desgreñada y ataviada con una bata de felpa salpicada de manchas, tendiéndole la mano.

—Yo me llamo Desorden, soy la benjamina de la casa —le refirió una adolescente, salida de la nada. Al menos, a diferencia de la madre, la chica estaba bien peinada. No obstante, su manera de vestir le llamó la atención (precisamente a ella, que no era ducha en temas de moda). Combinaba una blusa veraniega de color salmón a rayas negras, con una falda de lana de color indefinido, moteada por diminutos lunares blancos; como calzado, zapatillas de diferente modelo y color (una roja y la otra azul).

Apenas prestaron atención a lo que Diligencia les contaba acerca de sí misma. Tan solo cuando ésta comentó sus diferentes trabajos, Pereza se incorporó y le argumentó su impresión del ámbito laboral:

—Aquí donde me ves, durante mi juventud me desviví por simultanear varios empleos. Asimismo, procuraba no solo llevar a cabo mi trabajo, sino que ayudaba a mis compañeros. Pero llegó un momento en el que me di cuenta que los favores que realizaba no eran apreciados. Que había quienes me miraban con desprecio, sobre todo una que yo conozco, que se llama Envidia. Así es que decidí hacer lo mínimo que se me exigía. Y esa máxima la he ido aplicando en mi vida a partir de entonces. Ya que tengo todos los años cotizados en la Seguridad Social, disfruto mis días sin hacer nada, igual que mi esposo. ¿Verdad, Tedio?

Diligencia dirigió su mirada al fondo del salón, de donde le pareció distinguir que el interpelado se movía entre un batiburrillo de periódicos, libros, ropa y muebles.

—No es necesario que te acerques a saludarle. Tal es su apatía que no se interesa por nada.

Ocio iluminó la estancia, que estaba en penumbra y Desorden dejó vacías cuatro sillas y una mesa camilla. En vez de agrupar cuidadosamente los objetos que ocupaban cada milímetro de superficie de dicho mobiliario, los arrojó de forma distraída al suelo. Diligencia no sabía por dónde pisar para no trastabillar y caerse. Quedó absorta cuando Cansancio extrajo de todo aquel caos una baraja de cartas. Entre los tres la enseñaron a jugar al póker, mientras hablaban sobre temas banales.

Diligencia jamás había probado una bebida alcohólica, así es que, con sus reflejos mermados, sus bolsillos quedaron vacíos tras perder en el juego todo el dinero que llevaba encima. Cuando finalizaron la cuarta partida, un espantoso dolor de cabeza comenzó a taladrarle la cabeza. Los tres hermanos se aprestaron a conducirla a una habitación donde tenían instalado un camastro.

Tras amanecer en casa de Cansancio, no podía dar crédito del caos en que se encontraba el dormitorio que le ofrecieron cinco horas antes. Las bebidas destiladas le dejaron una espantosa resaca. Percatarse de tanto desbarajuste propició que dejara las sábanas arrastrándose por el suelo, sumiendo la estancia en un estropicio todavía mayor. Se fue sin despedirse de nadie, pues en el hogar de Cansancio se orquestaba una sinfonía de ronquidos.

Agradeció la seriedad de Perseverancia, que tan solo respondió a su breve saludo durante el almuerzo. Luego vació el bolso que le regaló Sinceridad de cualquier manera sobre la cómoda. Se encontraba cansada y holgazana. «De momento voy a dejar todo esto aquí, así lo tengo más a mano», se dijo, sin poder controlar la risa, ya que aún no se habían volatilizado los efectos del alcohol de su cabeza. Le aburría sobremanera barrer y ordenar las estancias. Por el contrario, tenía ganas de salir a la calle y divertirse. Aprovechar el tiempo libre yendo de un lado a otro, aunque luego se sintiese culpable.

A estas alturas de la historia, más de un lector se preguntará por qué razón el carácter de Diligencia había cambiado de forma tan brusca. Aunque pueda resultar curioso, fue educada en la constancia, la fortaleza o la honestidad, eludiendo otros conceptos que debía conocer para apartarlos de su camino: aburrimiento, gandulería o hastío. Asimismo, su falta de curiosidad en entes abstractos que aportaban el polo negativo de las relaciones humanas (de los que únicamente le habían llegado ligeras y frívolas menciones) la hizo enfrentarse a una dualidad en la que le costaba distinguir el bien del mal. Por ende, el domingo por la tarde, en vez de atender las visitas de quienes necesitaban sus acertadas reflexiones, decidió maquillarse y ataviarse con el mantón de Manila a guisa de vestido, y se calzó con los tacones rojos, para acudir al hogar de la señora Pereza, con la finalidad de mostrarles sus propias reflexiones.

Contagiado por el ambiente a holganza, Ocio propuso cómo emplear el tiempo libre de aquella tarde de domingo: bares, cine, teatro… Una auténtica jarana hasta las cuatro de la madrugada, en la que Diligencia aprovechaba para continuar sermoneándoles acerca de lo ella creía que iba en contra de sus principios.

«Otra vez lunes. Vuelta a la rutina. Se acabaron los excesos…»

—El jefe quiere hablar contigo… —fue lo primero que le dijo una azorada joven que no había visto nunca usurpando su puesto de secretaria.

Lunes, martes, miércoles, jueves… Demasiados días sin nada que hacer por las mañanas, alimentando a unas palomas del parque ávidas de migas de pan. De nada sirvieron sus argumentos, incapaces de rebatir el enfado del jefe: «Lo siento mucho, pero detesto la holgazanería», fue su comentario final, que zanjó así la discusión.

Difícil empresa la de abrir el corazón a quienes demuestran día a día cuánto te quieren.

Si tu abuela estuviera en este momento aquí, te diría que tengas mucho cuidado y que procures alejarte de ellos y de su familia…

El propio Cansancio se fatigó de verla como una sombra pegada a sus pies y Tedio le siguió mostrando su desinterés. Pereza no hizo nada por acogerla durante las horas en las que vagaba sin rumbo fijo (no deseaba que los vecinos murmurasen que la habían despedido de su trabajo de secretaria y estaba mano sobre mano) porque se sentía molesta por sus sermones moralizantes. Desorden vivía recluida en el caos (de ahí no deseaba salir) y finalmente, Ocio la evitó, porque no deseaba tener a su lado a alguien que lo mirase continuamente de manera reprobadora.

Al menos, tenía las tardes y parte de la noche para volcarse en el trabajo. Pero su carácter iba volviéndose irascible. Se sumió en prolongados silencios. Hacía las tareas de manera mecánica y, cuando las terminaba, se sentía cansada. No podía continuar así…

El viernes, durante la hora del almuerzo, ya no pudo más. Quiso contarle a su madre la pesadilla que estaba viviendo, pero las palabras no afluyeron a su garganta. La cabeza le empezó a dar vueltas y sufrió un leve desvanecimiento. Cuando intentó incorporarse cayó de nuevo al suelo.

Despertó en una cama de hospital. A cada extremo de la habitación se hallaban Perseverancia y Virtud.

—No digas nada… Lo sabemos todo, querida niña —le susurró la abuela—. Sinceridad nos ha puesto al corriente. No se lo tengas en cuenta… Nos consta que sientes vergüenza por lo que te ha sucedido. No tienes nada de qué avergonzarte. La vida es un continuo aprendizaje: la prudencia posibilita que elijamos lo que debemos hacer en una situación concreta. Sin embargo, cuando los límites entre lo que consideramos correcto y lo que percibimos como algo negativo se vuelven imprecisos, surge el conflicto.

—Así es, hija mía —continuó Perseverancia—. Yo lo supe desde un principio, antes de que Sinceridad dijera nada, pero quise que tropezaras en la piedra, que te levantaras y aprendieras de tus errores. Sé que has intentado hablar conmigo a lo largo de esta semana, pero no has encontrado las palabras adecuadas para transmitirme tus pesares. ¿Te acuerdas de aquella historia de la hormiga y la cigarra? En este caso, la cigarra había conseguido llevarte a su terreno. Justo cuando quisiste hacerle ver que no se podía estar viviendo el día a día como si no hubiese un mañana, te cerró sus puertas. Es de sabios rectificar, y nosotras, tu abuela y yo, solo te hemos mostrado una cara de la moneda. Tú has descubierto las dos y eso nos enorgullece. Ahora que has aprendido la lección, eres libre de elegir la orientación que deseas dar a tu vida.

Diligencia se sentía débil. Agradecía la presencia de ambas, pero también necesitaba quedarse a solas. Meditar lo que sentía. Abrir su mente a cuanto acontecía en derredor.

Acababa de aprender la mejor lección de su vida: lo más importante no son los obstáculos que se encuentran en el camino, sino los desafíos que se hallan en ese camino para apartarlos. En breve estaría bien. Cogería de nuevo las riendas de su vida y sabría cómo enfrentarse a las vicisitudes de la vida, con ánimo y fortaleza. «Contra Pereza, actúa Diligencia», se dijo esbozando una sonrisa.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Relato extraído de El frágil hilo del sentimiento,

Editorial Círculo Rojo, 2015.

El origen de las Pesadillas – Relato con aires de leyenda

El origen de las Pesadillas

 

Cuenta la leyenda que Voz del Sueño era hija de Creatividad y Raciocinio y que su belleza era tan exuberante que eclipsaba las constelaciones del universo. Sin embargo, los padres de la joven pensaban que su ingenuidad la podría convertir en presa fácil de Señor del Trueno.

Voz del Sueño y sus padres vagaban errantes por el planeta Tierra, desplazándose de un hemisferio a otro e instalándose entre las mentes de la humanidad. Siempre juntos y expectantes de los pasos de su hija, la mantenían custodiada entre las férreas murallas del Palacio de Nubes, cada vez que éstas rugían ante la furia de Señor del Trueno. La bella muchacha, acataba esos encierros con resignación, tejiendo melancólicos sueños que encendían el alma de los poetas, quienes la dotaban en sus escritos de un aura prístina. Eran los únicos que podían describir en apasionados versos las formas que adquiría. Para unos se transformaba en una muchacha de largos y sedosos cabellos dorados que cubrían en cascada su grácil cuerpo, generoso en formas y, cuyos ojos, refulgían en la oscuridad de la noche cual zafiros. Para otros, Voz del Sueño se transmutaba en el reflejo de las suaves aguas de un lago, o en la sonoridad del lecho de un río, o quizá, en la verde y mullida alfombra de un prado pespunteado de coloridas y tiernas flores.

Voz del Sueño escuchaba recluida en el Palacio de Nubes la ira de Señor del Trueno, que hacía estremecer la fragilidad de la Tierra. Sin embargo, en vez de estar atemorizada, suspiraba al escuchar sus oscuros gritos que hacían temblar los firmes muros de su algodonosa prisión. Deseaba conocerlo, puesto que sólo había podido vislumbrar su brío a través de unos resquicios, y esa curiosidad iba acrecentándose en su interior cada vez más, hasta el punto de interrumpir de forma brusca, durante breves lapsos de tiempo, los placenteros sueños de las personas que se acogían al susurro de su dulce cantar.

Por su cabeza bullían incesantes preguntas a las que deseaba hallar respuesta: ¿Qué aspecto tendrá Señor del Trueno? ¿Es tan fiero como comentan? ¿Por qué razón intentan ocultarme su presencia? ¿Cómo será su morada? ¿Es cierto que la Tierra parece quedar postrada a sus pies?

Para Voz del Sueño la eternidad de sus días transcurría plácida, acogiendo con un arrullo los cuerpos adormecidos de las personas a lo ancho y largo de la geografía mundial. Velaba por el mero hecho de que cada vez que éstas despertaran, tuvieran la sensación de haber vivido gratificantes experiencias.

Los padres, por su parte, complementaban la labor de su unigénita. Creatividad plasmaba pletórica, a través de bellas y singulares manifestaciones artísticas, la belleza de los sueños, mientras que Raciocinio mediaba entre ambos para construir un mundo libre de cualquier conato de caos.

En realidad, hubieran continuado actuando de esa manera los tres, hasta un hipotético fin del mundo. Pero Voz del Sueño no desfallecía en su intento de llegar a conocer a Señor del Trueno. Tanto porfió desconsolada, que sus lágrimas fueron tan abundantes que un pequeño lago cobró forma ante sus pies. De él emergieron tres ninfas que se presentaron ante el asombro de la joven como las hermanas Musas del Amor.

—¿Qué te ocurre, bella niña? ¿Cuáles son tus cuitas? —le preguntaron sonrientes, hablando al unísono.

Voz del Sueño les comunicó su pesar:

—Si pudiera inducir al sueño a mis padres, tal vez podría acudir al encuentro de Señor del Trueno, a quien tanto deseo…

Las Musas del Amor abrazaron a la desconsolada joven, que con su penar hacía estremecer a las estrellas. Le ofrecieron un hechizo que sólo serviría para poder compartir una noche con el destinatario de sus suspiros. La mayor de las tres le dijo:

—Dispones de una sola noche, bella muchacha, para conocer a quien tanto anhelas. Con las primeras luces del alba, deberás regresar, pues tus padres despertarán y no sabremos cómo podrán reaccionar si no te hallan en tu alcoba… Ellos no recordarán nada de lo sucedido, de eso no te quepa duda. Ya lo sabes, no puedes demorarte ni un segundo. ¡Acude veloz!

Creatividad y Raciocinio se sumergieron en las profundas olas del sueño y jirones de nubes se desprendieron de las paredes del palacio, posibilitando que la joven emprendiera, con unas iridiscentes alas surgidas del centro de su espalda, el ansiado viaje en brazos del amado.

El amor no conoce de límites temporales y las horas fueron transcurriendo raudas entre los fornidos brazos de Señor del Trueno…

Cuando la joven recordó las palabras de las hermanas al ver surgir en el horizonte unas luces ambarinas, y quiso emprender el regreso al hogar, el amante la retuvo con su vigoroso cuerpo y la condujo a su morada, una suerte de mazmorra donde el fuego prendía en todas las estancias y encendía las mejillas de la joven.

El miedo revolvió sus entrañas y se sintió tan culpable por no haber hecho caso de las advertencias de sus padres, que intentó por todos los medios comunicarse con ellos.

La leyenda cuenta que Voz del Sueño fue sometida al yugo de Señor del Trueno, que la hizo su esclava. Un atardecer, armándose de valor, consiguió huir de su opresor y se dirigió al Palacio de las Nubes, en busca de sus progenitores. De nada le sirvió el manantial de lágrimas que desbordó por su rostro, ni las súplicas para que estos la perdonaran. Ambos discutieron con tanta intensidad ante la ausencia de su hija, que sus puntos de vista devinieron en irreconciliables para siempre: Creatividad quedaría vinculada únicamente al mundo del arte y Raciocinio al de la ciencia. Nunca más volverían a ser compatibles y, por ende, sus caminos jamás confluirían en una misma senda.

Voz del Sueño engendró en su vientre a las Pesadillas y, a partir de ahí, su lozanía se perdió para siempre. Su delicado cabello encaneció, las arrugas se agolparon en una frágil piel que se asemejó al terreno del campo en sequía y su cuerpo, enjuto y debilitado por la tristeza, se fue arrastrando por las mentes de los humanos, de tal modo que cualquier sueño placentero podría verse truncado en innumerables ocasiones por la aparición de las Pesadillas…

Señor del Trueno irrumpió a su vez en la placidez del descanso, quebrantándolo en mil pedazos. Haciendo alarde de su maldad, a Creatividad la dispuso en manos de la violencia y ennegreció a Raciocinio, volviéndolo hostil y obtuso.

Y según argumenta la leyenda, todo llegó a ser diferente a partir de entonces…

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Relato extraído de El frágil hilo del sentimiento,

Editorial Círculo Rojo, 2015.

De cómo Honradez se vistió de Avaricia – Relato con aires de fábula

De cómo Honradez se vistió de Avaricia

 

La honradez es siempre digna de elogio,

aún cuando no reporte utilidad, ni

recompensa, ni provecho.

Cicerón.

Honradez tenía por costumbre, en cuanto se levantaba, de contemplarse cada mañana en el espejo de su dormitorio. Este le mostraba su verdadera imagen, que no era otra que la de la honestidad. No es que fuera presumida, en absoluto, sino que anhelaba (quizá en un mero alarde de altruismo), contribuir con su ayuda a que la sociedad fuera un poco más equilibrada y mitigar, en la medida de sus posibilidades, la crisis de valores que la envolvía.

Un buen día, recaló por el barrio una condiscípula de sus primeros años escolares.

Si bien la llegada de un nuevo vecino era recibida por Honradez con una exquisita cordialidad y simpatía, esta vez fue la excepción. Contempló con desagrado a Sinceridad (que así se llamaba la susodicha) a quien reconoció sin lugar a dudas. Fue verla paseando por la calle y, con unos reflejos de los que se sorprendió que pudiera llegar a tener, se refugió entre los setos de un cercano parque.

—Pero… ¿Qué hace ésta por aquí? —se dijo a sí misma alarmada—. No entiendo a qué ha venido Sinceridad al barrio. Aquí sólo hay gente honrada que no tiene que demostrar ante los demás nada más que su valía con la familia y el trabajo.

Sinceridad decidió acercarse al hogar de Honradez. De casualidad se enteró en el mercado que su antigua compañera de clase vivía a tan sólo una manzana de distancia de la casa que había comprado recientemente. Hacía muchos años que no sabía nada de ella y se alegró al escuchar los comentarios de tres ancianas, que hablaban maravillas de su buen hacer con la gente. Así pues, cuando ya estaba frente al portal, tocó el timbre y cuando Honradez, tras observarla por la mirilla y dudar durante unos segundos si debía abrirle o no, al fin lo hizo, la amplia sonrisa dibujada en el rostro de Sinceridad provocó que la otra le correspondiera con otra sonrisa, de esas que se devuelven como mero acto reflejo haciendo de tripas corazón, cuando a quien tenemos en frente no es lo que se diría santo de nuestra devoción.

Atendió la visita con diplomacia. Ambas revivieron de manera fugaz la infancia y resumieron sus vidas atropelladamente.

—Este pastel lo he elaborado para ti. Espero que te guste… —le ofreció Sinceridad ilusionada, con su imborrable sonrisa.

Honradez preparó té y unas pastas que dispuso sobre una primorosa fuente de porcelana, en el centro de una mesa de madera de roble de su sobrio salón. Tras probar el pastel y decirse para sus adentros que ella era mejor repostera, aunque manifestase con sus palabras todo lo contrario, le formuló una simple pregunta, que no podía sacarse de la cabeza y la carcomía por dentro:

—¿Has venido a pasar una pequeña temporada en el barrio?

La interpelada le respondió que venía a quedarse por un tiempo indefinido, y un leve enrojecimiento maquilló las pálidas mejillas de Honradez.

—Ha sido un placer reencontrarnos… Si quieres, podríamos salir algún día de compras —repuso Sinceridad después de un tenso silencio, unos minutos después de que finalizaran la merienda.

Esa noche Honradez no pudo conciliar el sueño.

Le habían hablado tanto de Sinceridad desde que no era más que una adolescente… Incluso hasta había visto fotografías de ella por doquier. Lo que hasta entonces había escuchado eran interminables alabanzas:

 

No hay nadie más encantador que Sinceridad.

Y su belleza, ¿qué me decís de ella?

Siempre tan amable, tan dispuesta a ayudar a los demás…

Y como viste, parece una modelo…

Honradez iba rebatiendo cada comentario que había ido escuchando a lo largo de su vida, hablando en voz alta consigo misma:

—Sí, reconozco que es bella, pero la belleza se marchita con los años… Parece amable, pero yo también lo soy y me consta que nadie va diciéndolo por ahí… Viste bien, pero no es para tanto, tendrá bastante dinero y se podrá permitir ropa de marca… Es muy sonriente, no lo voy a negar, pero creo que es un disfraz para que todos la vean divina…

A la mañana siguiente, cuando Honradez se contempló en el espejo, éste le devolvió una imagen un tanto desdibujada. Al principio pensó que las legañas le impedían verse honesta, pero por más que se frotó los ojos, su rostro se iba pareciendo al de una vieja enemiga que hacía tiempo que no veía.

—Vaya, me estoy pareciendo a Envidia. Qué raro. Eso es que he pasado una mala noche.

Tras acicalarse, se dirigió al trabajo. Al regreso, cuando le quedaban dos calles para llegar al piso donde vivía, se dio de bruces con Sinceridad. Ésta, con su eterna sonrisa, estaba radiante. Las joyas de diseño, la calidez de su perfume y un primoroso vestido rojo la hacían muy sofisticada, realzando su elegancia.

Si las miradas matasen, las de Honradez la conducirían a presidio. Aquella vieja enemiga, Envidia, que sintiera nacer en su ser durante la niñez volvía a concebirla en su interior. Sí, tenía Envidia de Sinceridad. Así es, Envidia de su cabello, de sus ojos verde aguamarina, de la suavidad sin mácula de su piel de nácar…

Una vez intercambiados los saludos de rigor, Honradez le espetó de forma brusca:

—¿Dónde has comprado el vestido que llevas puesto, y los pendientes, y ese perfume…?

Y la interpelada, sin perder la compostura, con su alegre semblante contestó a la curiosidad de una Honradez que la observaba de soslayo informándole de los lugares donde había adquirido su vestuario y complementos, así como cuánto dinero le había costado todo.

—No lo entiendo… Yo también suelo comprar en esos lugares y no los he encontrado —murmuró en voz baja, pero no tanto como para que Sinceridad la escuchara.

—¿Quieres que te dé mi opinión?

—Por supuesto —contestó la otra enérgica.

—Ya sabes que soy muy sincera… Y que siempre digo la verdad, para qué nos vamos a engañar… Sin que te lo tomes a mal, yo tengo mejor figura que tú y mi gusto vistiendo es más exquisito que el tuyo. Mi vestido es de esta temporada, mientras que el tuyo está demasiado desfasado. Perdona que te lo diga, chica, pero no vas a la moda. El perfume que uso es esencia de jazmines, mientras que el que llevas puesto parece una mezcla de rosas desvaídas y naftalina. Además, yo despliego glamour y tú, en cambio, pareces una mojigata. ¿Continúo…?

Honradez estuvo a punto de estallar.

«No será mala, pero en idiotez y mal fario no la gana nadie», pensó para sus adentros.

—No es necesario, guapa, me ha quedado suficientemente claro. Ahora, si me disculpas, tengo mucha prisa —zanjó Honradez, sin poder evitar alzar la voz.

Aquello no podía continuar así. Había llegado el momento de actuar…

Durante toda la noche estuvo moviéndose intranquila entre las sábanas, maquinando qué poder hacer y, al levantarse, después de estar toda la madrugada desvelada, se sorprendió al ver su rostro en el espejo, ya que reflejaba una terrorífica mezcla de Codicia y Envidia.

Sin embargo, no podía perder el tiempo en reflexionar acerca de lo que le estaba sucediendo. Se adecentó y salió a la calle. Se detuvo ante escaparates de boutiques, joyerías y perfumerías.

Codicia comenzó a nublar el comportamiento de Honradez, lo que propició que saliera de cada tienda atiborrada de bolsas y paquetes. Gastó una ingente cantidad de dinero. Se hizo con los vestidos más caros. Se engalanó con las joyas más exclusivas y su piel se suavizó con las mejores cremas, desprendiendo el perfume más envolvente.

Unas horas más tarde, fue consciente de que atraía las miradas de niños, jóvenes y viejos. Los obreros de la construcción, obnubilados, no encontraron palabras desde sus andamios para agasajar tal hermosura que, con un caminar cadencioso y contoneando sus caderas, cruzaba la Plaza de las Palomas.

Quiso el caprichoso destino que se propiciara el fortuito encuentro entre Honradez y Sinceridad. Honradez desvió con descaro su trayecto, mirando hacia otro lado, porque Arrogancia, Codicia y Envidia, actuaban por ella.

—¡Estás bellísima, Honradez! ¡Pero qué antipática te has vuelto, hija mía! —exclamó Sinceridad, diciendo las verdades a la cara.

Honradez estaba pletórica. Ya no necesitaba mirarse al espejo de su dormitorio, que tenía el virtuosismo de devolverle la realidad que vivía. Aunque, posiblemente, si lo hubiese hecho se abría asustado. No sólo su rostro, sino todo su ser, eran ya una mezcla de Arrogancia, Codicia, Envidia y Vanidad, las antítesis de lo que ella siempre había sido.

Día tras día fue introduciéndose en una espiral en la que no se hallaba a gusto consigo misma y ambicionaba más y más. No sólo belleza, sino también poder, popularidad, riqueza…

En suma, buscaba ser lo que no era. Anhelaba transformarse en el epicentro del barrio y desbancar, de una vez por todas, a Sinceridad. Para ello, se hizo amiga de gente influyente: señores de buena presencia y aviesas intenciones que buscaban, a través de oscuros ardides, que el pueblo llano se rindiese a sus pies.

Honradez ya no era feliz, porque Ambición, Arrogancia, Codicia, Envidia y Vanidad se habían anclado en su corazón. Tal era el negro peso que albergaba en su pecho, que por sus venas y arterias comenzó a circular, en vez de sangre, Avaricia.

Un amanecer decidió enfrentarse a su espejo. Ante ella aparecía un indescriptible monstruo. Las lágrimas le imploraron honestidad. Y tal fue su pena que una desconocida voz, cálida y sincera, le dijo:

—No es tarde para empezar de nuevo. Desnuda tu alma…

Sus lágrimas cesaron de repente y, poco a poco, fue desvistiéndose de Ambición, Arrogancia, Avaricia, Codicia, Envidia y Vanidad, en un ejercicio de contrición, honestidad y Sinceridad consigo misma, hasta alcanzar ser quien en un principio era: Honradez.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Relato extraído del libro El frágil hilo del sentimiento,

Editorial Círculo Rojo, 2015.

© Imagen: Fotograma del cortometraje animado

Una mujer frente al espejo, 2012.

Cabaña para tres – Relato erótico

Cabaña para tres

El verdadero amor no es otra cosa que el deseo

inevitable de ayudar al otro para que sea quien es.

Jorge Bucay

Casi dos horas y media y varios gin-tonics bastaron para dejar por escrito el acuerdo al que habían llegado en una concurrida terraza de bar. En el mismo se estipulaba que volverían a verse dentro de cuatro días en una cabaña aislada en mitad de la sierra, que dejaría alquilada Eva, puesto que ella había sido el artífice de la idea.

—Hasta entonces, no nos comunicaremos entre noso­tros. Tan solo os concretaré con un escueto mensaje, la vís­pera de nuestra cita, cómo llegar hasta la cabaña y la hora exacta en la que nos volveremos a ver —les dijo.

Álex y Marcos cruzaron brevemente sus miradas y guar­daron silencio.

—Todavía estáis a tiempo de echaros atrás… —repuso al ver que ninguno de los dos se pronunciaba al respecto.

Eva les pasó sus anotaciones y les indicó que si estaban de acuerdo, para dar cierta consistencia y solemnidad al infor­mal documento, podrían proceder a estampar su firma.

—Las normas son bien sencillas —les recordó—: una maleta que contenga comida, dos mudas de ropa, aunque tal vez no sea necesaria, y un buen neceser que albergue material de tipo erótico. Nada de aparatos tecnológicos, tales como móviles, portátiles o cualquier otro objeto que ocasione distracción…

Marcos aún no podía creerse que Álex y él mismo ten­drían sexo con su mejor amiga. Para Marcos sería la primera vez que se acostara con una mujer. Álex, en cambio, sí que había hecho el amor con una chica. Se lo llegó a confesar a Marcos, durante la primera semana en la que empezó a salir con él. Aquel fue un intento de emular a los chicos que conocía, que solían alardear de sus novias. La experiencia tuvo lugar en su último año de instituto, unos días antes del comienzo de los exámenes de Selectividad. Le resultó frus­trante, no solo por ser su primera vez, sino porque se sentía atraído por hombres mayores que él (en realidad, le refirió a Marcos en otro de sus frecuentes arranques de sinceridad, le gustaba el novio de Lucía, la compañera de clase con la que se desvirgó).

A Álex le costaba asumir su homosexualidad. Al igual que le sucediera a Marcos años antes, se sentía coartado por el entorno familiar. Así pues, le resultaba complicado dar el primer paso: derribar, de una vez por todas, las limitaciones que le impedían enamorarse perdidamente de un hombre. Sin embargo, al poco de terminar la licenciatura de perio­dismo, el propio Álex reconocería que, a pesar de no haber podido corresponder como hubiese deseado a Lucía, el re­cuerdo de las dotes amatorias de ésta le impulsó a considerar la determinación de liberarse de sus invisibles ataduras. Las suaves curvas de ella se transmutaron en abdómenes escul­pidos en horas de gimnasio. Los mórbidos senos de pezones rosados que acariciaban su rostro, en fornidos pectorales. La boca y la lengua que recorrían cada recodo de su cuerpo y se recreaban infructuosas en despertar su dormido sexo, en la suya propia y la de los amantes esporádicos, que ávidas de placer se buscaban, lamían, mordían y saciaban su sed…

Claudio, Iván, Félix, Álvaro… Conquistas pasajeras. Sexo rápido y desenfrenado. Tres días, una semana, una quincena, un mes…

Hasta que apareció Marcos, cinco años mayor, y con él, la madurez y un nuevo despertar de los sentidos hacia un amor no regido por meras pulsiones hormonales.

Durante casi tres años, Álex había conseguido una estabi­lidad que nunca hubiese creído capaz de alcanzar, hasta que la rutina y el tedio se hicieron hueco en sus vidas: golpea­ron las puertas entornadas de sus corazones y erigieron un invisible muro que les fue separando. Marcos sentía que le perdería irremisiblemente y necesitaba hacer algo para no ser reemplazado por otro. Entonces Eva, la amiga que consiguió que su relación no fuese una aventura efímera, propuso la que, tal vez, podría tratarse de la única y alocada solución…

—A partir de ahora yo seré vuestra reina y vosotros los vasallos. Como tales, deberéis rendirme pleitesía… —les re­cibió Eva con una sonrisa pícara dibujada en el rostro.

Álex y Marcos habían demorado el momento de encon­trarse frente a Eva en el salón de la cabaña. Nada más llegar deshicieron el equipaje y dispusieron en la mesa del come­dor el material que ellos mismos habían considerado conveniente: condones, lubricantes, esposas metálicas, antifaces… como si de un delicioso bodegón se tratase. Luego recorrieron en silencio las distintas estancias e hicieron uso del aseo. Cuando se acercaron a Eva, esta les recibió con un liviano batín de seda negro anudado a la cintura. La pequeña prenda protegía la opulencia de su desnudez, aunque los redondeados senos, como frutas maduras, pugnaban por salir de la opresión de la tela…

Los dos amigos fueron desnudándose mutuamente, siguiendo los dictados de la autoridad regia. Principiaron por las zapatillas, continuaron por los calcetines, los vaqueros, las camisetas y, por último, antes de desprenderse de los slips, Eva les conminó a que se acercasen a su trono, el sofá donde se hallaba sentada y, sin ningún titubeo, se los bajó hasta los tobillos. A modo de saludo las vergas se alzaron enhiestas; durante unos segundos, el grosor de sus miembros quedó prisionero en las manos de Eva.

—Ahora quiero que os toquéis…

Y como respuesta a la imperiosa orden los labios y dedos de los siervos fueron alternándose en un ritual exploratorio: los anchos hombros; las clavículas, como pequeñas hendiduras refugiadas en el depilado tórax; las prietas nalgas; la senda de vello del bajo vientre que les conducía al sexo, en el que se recreaban sin urgencia…

—¡Vuestra ama os reclama!

Y tras separarlos con cierta brusquedad, les ofreció la pletórica desnudez de su cuerpo, la voluptuosidad de una piel que se abría en un sexo que también necesitaba ser acariciado.

Eva estaba segura que después de ese fin de semana nada sería igual entre ellos…

Conocía a Marcos desde que eran unos críos. Vivían vecinos en el barrio, compartían juegos y, desde siempre, supo que él era distinto a los demás niños. Era adorable, sensible, tierno… en definitiva, único. Cuando en algún momento de su adolescencia Marcos le confesó que se sentía atraído por los chicos, Eva fue su pilar más fuerte, más que la familia, de la que durante años sólo recibió constantes humillaciones. De ahí que viviera feliz la llegada del primer amor de su amigo y sufriese con su posterior ruptura.

Eva no tenía suerte en lo que respectaba a cuestiones amatorias. Guardaba un amargo recuerdo de los hombres que habían pasado por su vida. Tanto era así que hubiera deseado una y mil veces entregarse en cuerpo y alma a Marcos y poder ser correspondida. Pero se conformaba buscando el bienestar de su amigo. Cuando este conoció a Álex y su relación corría el riesgo de ser aventura de fin de semana, hizo todo lo posible para que Marcos viviera una bonita historia de amor.

Se enamoró en secreto de ambos. Fantaseó con la posibilidad de que la pasión aflorase en sus vidas y los tres formaran los ángulos y lados de un triángulo…

Así pues, cuando Marcos le habló del deterioro de la relación, decidió llevar a cabo su fantasía:

Cuarenta y ocho horas.

Dos hombres y una mujer.

Una cabaña enclavada en agreste naturaleza.

Y un solo propósito, el de vivir de manera hedonista una nueva experiencia.

Estando en la cabaña, el pudor se llegó a convertir en una palabra desconocida. La desnudez fue su nueva vestimenta y la excitación, el motor que les impulsaba a sentir el goce de la piel.

Eva fue dejando de tratarlos como meros esclavos.

A medida que iba transcurriendo el tiempo parecían no necesitar recurrir a las palabras para expresarse…

Habían unido dos camas con la intención de darse solaz. Sobre las mismas colocaron una sábana de grandes dimensiones para cubrirlas, que Eva había extraído de su equipaje.

Acabaron exhaustos sobre la blanca superficie de las camas. Nada más abrir los ojos, Eva recreó su mirada en la posición de costado de los cuerpos de Álex y Marcos, mientras yacía lánguida como etérea y frágil flor entre la masculinidad de ambos: la mano de Álex posada sobre su pecho derecho; la pierna izquierda de Marcos ligeramente flexionada sobre las suyas y, su descansado pene, rozándole la cadera derecha…

Una vez en pie, Eva se acercó al cuarto de baño y se dio una larga y vigorizante ducha. La cabeza le daba vueltas y sentía que las agujetas comenzaban a hacerle acto de presencia. Tenía la sensación de que no sabría precisar con certeza el orden en la secuencia de acontecimientos. Exceptuando los momentos en los que no habían estado enlazados de una manera u otra como, por ejemplo, el tiempo destinado a preparar el almuerzo y la cena y, con posterioridad, el inevitable reposo tras las comidas para recuperar fuerzas, por lo demás, todo había ido tan deprisa que apenas podía asimilarlo.

Mientras se duchaba rememoraba el instante en que Álex y Marcos se vaciaron de placer sobre su rostro. Después ellos mismos le fueron introduciendo, con presteza, el semen en su boca entreabierta. Este es nuestro sabor, parecían decirle. Eva sintió la llegada de su orgasmo y les conminó a que se detuvieran para invitarles a probarlo. Aún no la habían penetrado, pero ya tenía la sensación de estar escindida, como si sus miembros se hubieran introducido en los epicentros de su ser… A partir de entonces, cambió su rol de dominante por el de sumisa. Durante horas se dejó llevar… La única iniciativa que tomó fue la de conducirlos a la alcoba, donde con anterioridad dispuso una suerte de altar (el tálamo consagrado al dios Eros) adornado por un rosario de ofrendas (profilácticos y demás accesorios eróticos). Los acarreó cogiéndolos suavemente de sus falos que, después de la excitación lucían, cuan largos eran, un delicado estado de flaccidez. Y una vez allí, cerrando los ojos, se dejó arrastrar dócil, como una niña que acata su castigo, hasta el altar del placer.

Le habían soltado el oscuro cabello que llevaba recogido con una pequeña pinza de nácar. Luego le colocaron un antifaz, que le ocultó la visión del espectáculo de los dos hombres desnudos, afanados sobre su cuerpo con un par de esposas… No supo quién la penetró primero, haciéndole subir sus piernas a los hombros, ni quién le ofreció, al mismo tiempo, su erección para que la engullera con avidez. Cuando por fin se sintió liberada de los yugos de antifaz y cadenas, apenas pudo sobreponerse a la simultánea embestida de dos penes abriendo túneles en su interior. Sintió que se desgarraba por dentro, pero no fue capaz de proferir ningún grito, solamente gimió y sus gemidos, largos y prolongados, se solapaban con los de Álex y Marcos en una inédita armonía musical.

Tras alcanzar el clímax, durante unos instantes Eva creyó perder la consciencia y todo le empezó a resultar difuso. Se dejó acunar por un placentero sueño, arrullada por la agitada respiración de Álex y Marcos que ahora parecían refugiarse en su propio placer…

El espejo del lavabo le devolvió la imagen de una mujer distinta. Una mujer que, muy pronto, debía volver a enfrentarse al mundo real.

Habían transcurrido algo más de veinticuatro horas y, fuera de los límites de la cabaña, parecía que no existía nada…

Envuelta en una toalla, se acercó a la cocina y sentándose en una silla respiró de la quietud de la mañana. Un día más y después, ¿qué sucedería entre ellos?

El silencio se fue quebrando poco a poco y, desde donde estaba sentada, le iban llegando risas y palabras dispersas, el sonido de pisadas, el fluir del agua en la ducha. Se imaginó a los dos amantes entregados a un ritual de aseo, enredándose en abrazos y besos…

Ninguna de sus amigas la creería si le contara su aventura en la cabaña. Eva siempre había compartido con ellas confidencias en materia de sexo: la ejecución de sus parejas en la cama, los lugares más descabellados donde lo habían hecho, quién la tenía más grande… Pero a medida que las amigas se casaban y Eva se iba quedando soltera, aquellas íntimas revelaciones iban menguando. Más adelante, con la llegada de los hijos, las pequeñas preocupaciones domésticas, el trabajo, y un largo etcétera de obstáculos, Eva se fue sintiendo desplazada. Ya no hablaban de sexo, sino de cuestiones cotidianas: de los hijos, de cómo llegar a fin de mes…, y todo lo demás parecía volverse insustancial.

Eva dejó transcurrir segundos, minutos y horas enfrascada en la tarea de preparar un sugerente almuerzo. Apenas habían desayunado porque se les hizo bastante tarde. Aunque no se regían por horarios, necesitaba que sus estómagos hicieran hueco a la exquisitez que ella iba a cocinar.

El aroma del pollo en salsa de almendras, calentado a fuego lento, se extendió por la cocina.

Eva había decidido que esa sería la última comida que harían juntos antes de abandonar la cabaña y, por tanto, la debía preparar ella. Sin darse cuenta, mientras se afanaba en remover y condimentar el apetitoso guiso, sintió repentinamente una sensación de humedad en las areolas de sus pechos que, como inmediata respuesta al estímulo provocaron que sus pezones se irguieran. Finos hilos de saliva, procedentes de unas lenguas juguetonas, iban resbalando por sus senos. Eva cerró los ojos y se agarró con fuerza a los crespos cabellos de los dos hombres. Les dejó hacer conminándoles, de manera tentadora, a que siguieran succionándolos lentamente. Cuando Álex y Marcos apartaron sus bocas de los pechos (uno para cada uno) Eva les correspondió masajeando sus traviesas vergas que iban creciendo a medida que aumentaba la velocidad del masaje: de arriba a abajo y de abajo a arriba, hasta que las palmas le quedaron cubiertas de su denso y viscoso líquido…

Todo lo bueno se hace de rogar. Esa podría haber sido la máxima de lo que al atardecer sucedió…

Cinco velas color marfil en su candelabro, un mechero para encenderlas, cuatro cabos de cuerda, un frasco de crema de cacao y dos pañuelos de seda roja, fueron los objetos que aportaba el neceser de Eva.

Unos simples objetos que ella consideraba sus preciados juguetitos

Ella había decidido reconducir las riendas. En unas horas el fin de semana habría acabado y necesitaba dejar en la piel de Álex y Marcos un delicado y efímero souvenir

La menguante luz crepuscular, filtrándose a través de la ventana, dibujó de claroscuros la habitación. Sobre el blanco de la sábana dos cuerpos parecían posar en escorzo para un avezado pintor. Por solo vestido lucían una venda de seda ocultando sus ojos. Su impúdica desnudez mostraba los genitales entre unas piernas flexionadas; los pies de cada uno juntos y atados con una cuerda, guardando perfecta simetría; los glúteos apoyados en la superficie de la cama, espalda contra espalda; los brazos hacia atrás y las muñecas anudadas por otros dos cabos de cuerda, de tal manera que los dos pares de muñecas quedasen prendidas entre sí… El entumecimiento de los músculos les iba haciendo mella. Simulaban meras esculturas de mármol que esperaran el mimo de unas manos expertas con el cincel… El sexo de Eva se abría sobre sus hambrientas bocas y ellos apenas podían mover más que el cuello. Cada miembro del cuerpo de la mujer les era ofrecido para que lo besaran, lamieran, mordisquearan… Una extraña sensación de dolor y placer les hacía intentar liberarse sin éxito de las amarras.

Poco más adelante, Eva recorrió sus cuerpos con su boca y sus manos. Se detuvo, por turnos, en los testículos y en los penes erectos, hasta la llegada del prolongado orgasmo. Entonces, como si hubiera tomado consciencia de que la sangre no les debía fluir por las extremidades inmovilizadas durante tanto tiempo, les desató con una inusitada rapidez. Una vez liberados, sus movimientos fueron lentos y, en cierta manera, descoordinados.

Quizás Álex y Marcos perdieran la noción del tiempo. Con los ojos aún vendados parecían dos chavales indefensos. Ya había oscurecido y la exigua luz procedente del candelabro dotó al ambiente de un envolvente aire de misterio. La fragancia de la crema de cacao atenuaba el fuerte olor a semen y sudor.

La cera derretida de una de las velas iba trazando extrañas figuras sobre la piel lisa e impoluta de Álex y Marcos. A la senda recorrida por la cera, le seguía otra húmeda senda que mitigaba los ligeros estremecimientos de placer: la saliva de Eva, transitando los lugares por donde les iba pasando la vela…

El agua de la ducha, que disfrutaron los tres al mismo tiempo en un solo cuarto de baño, les hizo comprobar las innumerables rojeces en la piel. El jabón y la esponja iban dejando un reguero oscuro que el sumidero iba tragando rápidamente.

Instantes antes, Eva les había proporcionado un revitalizante tratamiento de crema de cacao… La espesa crema, ligeramente calentada, fue vertiéndose por cuellos y tórax, nalgas y muslos, pies y manos, en una confusión indescriptible. Se desprendieron de los pañuelos de seda roja y, los dos hombres y la mujer, enmarañados en un abrazo, se embadurnaron de ella y la saborearon con apetencia…

La segunda noche, Eva no pudo dormir. Por la mañana temprano habían acordado que se marcharían. Dejarían recogida la cabaña y durante un día entero estaría cada uno por su lado, como si nada hubiera pasado. Igual que habían aceptado las normas del improvisado contrato sin poner ninguna objeción antes de llegar a la cabaña, ahora debían seguir acatando la tentadora propuesta de Eva. Ella misma se planteaba interrogantes a los que no sabía dar respuesta:

¿Qué pasaría a lo largo de ese día?

¿Podrían permanecer impasibles sin hacer nada?

¿Cómo serían sus vidas tras rozar la locura?

¿Con qué ojos se mirarían?

Y una cuestión que le era imposible terminar de formular:

¿Dos gays y una heterosexual…?

Pero que, al menos en este caso, sí creía saber su contestación…

Un triángulo isósceles

                                         Dos ángulos y dos lados iguales.

                                                                                                       Un ángulo y un lado diferente.

De una cosa sí creía estar segura: había tentado al destino y, quien sabe, tal vez éste le deparara ser el tercer ángulo y lado distinto que diera forma al triángulo. Se convertiría en el engranaje de los secretos mecanismos que hacen confundir la inocencia con la lujuria, el amor con el deseo, la ternura con la pasión…

¿Y qué pasaría después?

La misma pregunta con distintas variantes, que una y otra vez sobrevolaba su pensamiento, sin hartazgo.

Sólo era consciente de que formaba parte de ese triángulo isósceles y que inexorablemente era el nexo de unión, en la búsqueda de un placer sin límites…

© Autor: José Manuel Muñoz Serrano.

© Relato extraído del libro Pieles en penumbra, editado en 2016 y

finalista de los III Premios Nacionales Círculo Rojo, 2017.

© Imagen: Fotograma de la película

The Dreamers, de Bernardo Bertolucci, 2003.

 

 

 

El vuelo de las lágrimas – Relato

El vuelo de las lágrimas

Los que de corazón se quieren

sólo con el corazón se hablan.

Francisco de Quevedo.

Aquel momento desea conservarlo entre los plisados de su corazón y que se eternice en el tiempo, que la lu­minosidad que irradia no se apague en el transcurso de un fugaz y tibio anochecer. No obstante, la emoción hace que la sonrisa se le ensom­brezca y que su mirada se le torne vidriosa.

Dos años y medio de separación forzosa, de cartas que llegaban cada vez más tardías cruzando la vastedad de un océano de soledad, con frases urgidas que parecían suspirar entre cada línea, hacían que la menuda letra con la que las escribía se uniera formando la maraña de un ovillo, muchas veces ilegible, como si las palabras que las componían qui­sieran seguir atrincheradas entre los límites impuestos por el papel, aferradas a una distancia inquebrantable.

Las llamadas internacionales le devolvían con ligeras in­terferencias el tono de voz de su marido e hija.

Los breves cuentos que la niña le narraba a través del hilo telefónico le parecían las más preciadas perlas.

Pero era en las misivas que ésta le escribía, adornadas por diminutos dibujos, donde encontraba la fuerza para pensar en ese lejano mañana que se acercaba lentamente, avanzan­do con desgana, en las páginas del calendario. Cada amane­cer iba tachando un día más…

«Estamos bien, amor», y la voz del marido, con su acos­tumbrada calidez, le transmitía las noticias de la familia y el barrio.

«Tengo nuevas amigas en el colegio, mamá, la maestra está muy contenta conmigo, te echamos de menos, muchos besos», le decía su niña apenas sin respiro y pausas.

Y ella procuraba responder serena, luchando por no oscu­recer de tristeza su propio sentir.

Ahora un recio cristal les separa. Una cristalera inmensa, en la que descubre inconsciente su propio reflejo, el de una mujer madura y sufrida, que an­sía reunirse con los suyos.

El barullo de la gente le llega en sordina. El bullicio no existe. Sólo están ellos, tras esa transparente muralla.

El pesado equipaje se le torna liviano como una pluma.

La terminal del aeropuerto continúa incesante su activi­dad, indolente, acostumbrada a miles de despedidas y reen­cuentros diarios.

Para ella no existen los paneles luminosos, el rápido dis­currir de pasos, los otros abrazos y besos ajenos.

Para ella sólo existen las dos personas que complementan su vida.

Él, más delgado y ligeramente encanecido, y ella, su pe­queña, su estrella del firmamento, más grande y bonita, afe­rrada a la mano protectora.

«Cuánto has crecido, mi cielo», sonríe sin palabras la im­paciente esposa y madre.

«Qué bello estás mi amor», prosigue en un mudo diálo­go…

Regresa por fin a su tierra, después de interminables horas de avión, y en el abrazo con el que se entrega a ellos, en los besos con los que inunda los amados rostros, las lágrimas van iniciando su íntimo y propio viaje, y emprenden el vuelo.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Pieles en penumbra. Editorial Círculo Rojo, 2016.

Las cicatrices – Extracto de la novela «De cicatrices y silencios»

Las cicatrices que nos deja la vida
nos demuestran que el pasado fue real.
Anónimo.

Una extraña quietud se fue replegando en la calle, como si el tiempo hubiera detenido de repente su mecanismo y le retrotra­jera su apacible aire mundano, propicio de una tarde de agosto, con el regocijo de las cafeterías emanando música de raíces tur­cas. Zana se quedó relajada, mecida por la estentórea respiración de Danielja. Sin embargo, su entrenado oído se mantenía en vi­gilia, avizor.

Si bien la víspera supo lo que llegaría a suceder, más allá de un mero presentimiento, el ruido del motor de un vehículo que iba circulando lento, sorteando baches y algunos sacos te­rreros que habían sido retirados de puertas, ventanas bajeras y escaparates por la milicia serbia, la hizo acercarse con sigilo a la entrada de la floristería. Todavía lo percibía lejano, pero sabía que en breve se avecinaría. Se detuvo cuando estuvo a punto de salir afuera. Vio a una mujer de mediana edad arrastrando un carrito de la compra. Caminaba ligera. Quizás había conseguido del mercado negro lo justo para llevarse a la boca unos días, y necesitaba encontrar resguardo cuanto antes. De repente, la bronca descarga de una detonación la hizo desplomarse y caer sobre su carrito, que volcó el contenido. Unos cuantos toma­tes salieron de él rodando como si fueran pequeños ovillos de sangre. Las hojas de unas lechugas se desparramaron, aplasta­das por el peso de la mujer. Aquella bala hubiera impactado en Zana si hubiese salido segundos antes, y la desconocida no se hubiera cruzado en su camino. Pero estaba destinada a un ros­tro anónimo, a una persona cualquiera que trataba de remendar los fragmentos de su vida.

Otra vez la quietud. La gélida y aplastante quietud.

Cuando el sonido del vehículo se desvaneció y fue reemplaza­do por el de unas inseguras pisadas, decidió acercarse a la mujer que había caído boca abajo. Involuntariamente, copió el mismo patrón que Danielja usara con ella. Se puso de rodillas reprimien­do una mueca de dolor y, con suavidad, le dio la vuelta, puesto que había caído boca abajo. Un filamento de vida desertaba de su boca, como si quisiera susurrarle algo que, por desgracia, no podía entender. Y mientras trataba de colocar su cabeza en el regazo, una mano se aferró con contundencia a su hombro. No quiso darse la vuelta. Simplemente dobló la cerviz, esperando su fin. El dueño de la mano se acuclilló a su lado. Entonces sus ojos se encontraron. A Zana no le fue posible contener la emoción y puso su mejilla en el pecho de él, para fundirse en un abrazo, que le hizo desbordar las pocas lágrimas que aún se mantenían presas en la hondonada de su desazón. El pálido azul de los ojos de Nikola inundó de llanto el verde de los suyos…

Mas la alucinación se evaporizó enseguida, cuando Zana recu­peró la compostura.

No se trataba de Nikola. En absoluto. Ni la espesa y cuidada barba castaño ceniza, ni los ojos de ese azul imposible que enmu­decía al mismísimo cielo eran los de Nikola.

A unos centímetros de ella se hallaba un extraño que le in­fundía una ilógica seguridad. Un atractivo joven de la edad de Nikola, poco menor quizás, perdido en el críptico laberinto de la guerra. Zana se deshizo del abrazo sin acritud, con la mirada azo­rada, esperando las palabras del desconocido que, sin él saberlo, le devolvió, durante lo que dura un suspiro, la vívida presencia de su marido.

Él le habló en francés, con una voz grave y profunda, similar a la de Nikola y, aunque Zana entendió lo que le estaba diciendo, que era miembro de un contingente de ayuda humanitaria des­plegado por Mostar y Sarajevo, fue incapaz de emitir, al menos, un lacónico monosílabo. No se atrevió a hacer un leve gesto de asentimiento. Mientras escuchaba sus explicaciones, apareció en su campo visual otro hombre, más robusto y alto que el compa­ñero, unos años mayor que él, pero que también vestía uniformado: casco azul turquesa, camisa y pantalón verde ca­muflaje, cinturón ancho marrón y botas del color del cinturón. Se fue acercando a ella con gesto sosegado. Se inclinó para ayudarla a ponerse en pie, mientras el joven se retiraba unos pasos.

Zana había escuchado a Danielja comentarle vagamente algo de los cascos azules. Un amanecer le explicó, con las brumas del sueño apenas disipadas, que la ayuda iba llegando a la población a cuenta gotas, como si los musulmanes bosnios no existieran para la comunidad internacional. Los cascos azules dispuestos por la ONU, formaban parte, por aquel entonces, de fuerzas de inter­vención y pacificación, y no de ocupación (al finalizar la contien­da bélica en 1995, como bien llegaría a estar al corriente Zana, se constituirían como fuerzas de la OTAN).

A medida que se le iban despejando las neblinas del estupor, volvió a escuchar, empujados por la sutil brisa de la añoranza, los versos de Federico García Lorca, entreverados por el aturullado discurso del joven. Regresó una vez más al reciente cumpleaños de Jelena. Aún se vivía bien. Zana era feliz, dichosa de compartir sus ilusiones con su marido e hija…

En un atisbo de lucidez, sepultados los versos del poeta en la fosa del presente, ella les señaló la floristería. Los dos hombres se miraron. Escudriñaron la fachada herida, que no conservaba vestigio alguno de lo que tres días antes llegó a ser. Decidieron entrar. Zana estiró entonces sus brazos hacia las laxas piernas de la mujer, que se iba apagando irremisiblemente, para recoger dos de los tomates que se habían desprendido del carrito. Intentó limpiarlos con sus manos, pero en vista de que se ensuciaban aún más, se los fue comiendo a bocados.

El hombre robusto salió transportando a Danielja en brazos y el joven se ofreció voluntario para ayudar a Zana a caminar, aga­rrándola del brazo. Esta volvía a girar de nuevo la cabeza hacia su edificio a medida que avanzada, como si quisiera retenerlo en su retina por última vez.

Debían abandonar la zona cuanto antes: si la no­che les sorprendía, podrían ser objeto de un ataque. Se acercaron a la camioneta y, una vez que consiguieron acomodar a las dos mujeres en su interior, el casco azul mayor arrancó. Emprendie­ron la marcha sin decir nada, sobrecogidos por el hallazgo de las dos mujeres que habían sido brutalmente violadas y por la otra mujer que yacía en medio de la calzada. Se dirigieron al hospital más cercano.

La oscuridad iba extendiendo sus anchas alas de murciélago. Los tenues resplandores del fuego emergían de coches mal apar­cados, así como de locales, indicándoles lo complicado que era eludir las huellas del averno.

Reclinada en el asiento, al lado de Danielja, que se dejaba abra­zar por la inconsciencia, Zana fue fijándose en los mutilados ár­boles de la avenida, sombríos como los comercios clausurados, las viviendas perforadas, los perros abandonados que husmeaban el sustento entre escombros…

La llegada de la noche acentuaba el aullido de las sirenas, e iba suavizando las suturas de una ciudad herida que, a plena luz del día, ofrecía un dantesco aspecto.

Zana no pudo resistirse y, de soslayo, la exigua iluminación de algunas farolas que sorprendentemente continuaban erguidas in­cólumes, le devolvió el reflejo de su rostro, con las primeras ma­gulladuras visibles, mostrándole el preludio de las cicatrices que ella era incapaz de tentarse, pero que sabía que le maceraban el pecho. El tiempo seguiría transcurriendo lento y ella continuaría siendo incapaz de contemplarse desnuda frente al espejo.

El peligro era superlativo. Lo sabían de sobra los dos cascos azules. Por eso se reprochaban haber permanecido más tiempo de la cuenta recorriendo el barrio.

Una simple detonación…

Un control de militares serbios…

Una ráfaga de metralla…

Cualquier eventualidad podría dar lugar a que aquella fuera su última noche. Asimismo, por si todo ello no fuera suficien­te, los tramos de carretera mal asfaltados, bloqueados al tráfico, o los senderos de tierra adyacentes, podrían albergar minas an­tipersonas, imposibles de eliminarlas sin la colaboración de los zapadores.

Esa noche los ecos de la guerra se fueron licuando con las lágrimas de Zana y Danielja. La primera dejándose mecer por el cansancio y la segunda por su febril estado, en el que iba ganando terreno el inicio de una grave infección.

© José Manuel Muñoz Serrano.

 

Una cuestión de visibilidad – Relato

Una cuestión de visibilidad

«Ama a quien te mire como si fueras magia»,

Frida Kahlo.

 —Santiago, ¿cuándo me vas a presentar a Elena?

Ya le ha contestado en reiteradas ocasiones que Elena está demasiado ocupada, por lo que considera innecesario responderle y se repantiga en el sofá. Sin embargo, Almudena no puede evitar traslucir en el rostro su creciente enfado y se interpone entre la pantalla y el aludido, apagando con gesto hosco un desfasado vídeo musical de James Blunt.

—Y tú, ¿no tienes exámenes?, ¿no va contigo eso de aprovechar el tiempo? Debería darte vergüenza…

Le colma la paciencia la apatía de su hijo y que le conteste con monosílabos, si es que llega a contestarle.

«Si al menos Marta estuviera aquí, todo sería distinto», piensa Santi. Su hermana lleva tres años viviendo en Berlín, y sus escuetas llamadas telefónicas, así como la escasez de sus visitas, no suplen una ausencia que desgarra el alma de Almudena: desde que enviudara hace un lustro, reconoce que no es la misma mujer, que se ha vuelto huraña y distante. Se siente frustrada con el trato que le ha dado la vida y a veces se sincera con su hijo, utilizándolo como incondicional paño de lágrimas. Entonces, Santiago pasa a llamarse Santi de labios de su madre y el monocorde tema de la universidad queda estacionado en el parking de la incomprensión durante horas e incluso días.

Todo cambiaría si armándose de valor se sincerara con Almudena, pero no se atreve porque en cada intento se atora y se le nubla la vista, al punto de sentir que es engullido por un remolino de desolación, o que el suelo se hunde bajo sus pies. Por suerte, cual milagro, se torna invisible y aprovecha para refugiarse en su particular santuario: el dormitorio de Marta. Abre armario y cajones, desliza las manos por los encajes de lencería, recorre con la yema de los dedos la textura de blusas y vestidos que cuelgan de las perchas y se prueba infructuosamente varios pares de tacones, que le quedan pequeños; más tarde, en la quietud de la madrugada, el silencio se convierte en su aliado y comienza a maquillarse. Sentado ante el espejo del tocador, aplica rubor en las mejillas, da sombra a sus ojos resaltando su felina mirada turquesa y el carmín le dibuja una sonrisa que le hace olvidar de un plumazo cualquier atisbo de pesadumbre. Procura caminar de puntillas, contoneando las caderas como una modelo de pasarela. Se está dejando crecer bastante el cabello pese a la reprobación materna, y le encanta el efecto de su caída en cascada por la espalda, con los suaves bucles castaño ceniza a lo Lauren Bacall.

«¿Sabes? No me canso de repetírtelo: te pareces cantidad a Veronica Lake…», le suelta el cinéfilo de Ricardo, en cuanto se conecta al chat de videollamada en Messenger. Satisface su fantasía erótica cepillándose la melena para ocultar la mitad del rostro, hablándole con voz cadenciosa, ensayando poses de actriz mítica de celuloide, hasta que Ricardo comienza a excitarse… Él es una especie de amor virtual al que acude esporádicamente para aliviarse del estrés cotidiano; en cambio, el auténtico, el amor que destierra su propio nombre a los abismos y extrae de él a la mujer que lleva aprisionada dentro, se llama Adrián.

«No me esperes despierta, mamá; me quedaré en casa de Elena». Y en la mochila donde debería guardar los apuntes, mete un liviano vestido de Marta, un sujetador de satén negro y unas braguitas a juego. Adrián se encarga de comprarle los tacones de su talla, de manera que no ha de preocuparse por ese particular. Marta le ha legado su armario, su maquillaje y sus secretos de belleza, sabedora de que Santi es como una hermana para ella.

Es consciente de que en este curso no aprobará nada y su relación con Adrián va naufragando en un encabritado mar de dudas. «No podemos continuar así, cariño», le reprocha continuamente. «¿Cuándo vas a comenzar el tratamiento hormonal? ¿Por qué no le dices de una vez a tu madre quién eres?» Sabe que está perdiendo poco a poco a Adrián porque el miedo le impide enfrentarse a su propia realidad. Pero ahora, considera que esta noche ha de ser por fin el momento indicado…

Mientras cae la tarde y Almudena está de compras en el centro comercial, decide salir de casa ataviada con un traje de falda y chaqueta color tierra, sobria, con un maquillaje discreto que no logra disimularle las ojeras y calzando unas mallorquinas que compró la víspera en la zapatería de la esquina.

La madre se enfrentará a un piso desangelado y despotricará contra la indiferencia de su hijo, que una vez más ha vuelto a dejarla sola. Sin embargo, al mismo tiempo se despreocupará, pensando que habrá quedado con Elena que, sin conocerla aún, la percibe como una chica sensata. Hace años que se barrunta ciertas cosas que colisionan con su raciocinio, que se niega a asumir. Ella, acérrima enemiga de la telebasura, zapea uno tras otro los canales, esperándolo nerviosa. Últimamente tiene el pálpito de que algo que desconoce está a punto de suceder. Por eso, cuando oye unos pasos por el rellano, deteniéndose en el descansillo, desenchufa el televisor del cable, se anuda la bata y se queda de pie expectante, frente a la puerta de entrada, con el corazón encogido.

Primero se fija en las mallorquinas, después recorre con la vista unas piernas bien torneadas y depiladas, que dan paso a un formal traje sastre que llega hasta las rodillas, asciende por un lánguido cuello, y se detiene en un rostro femenino de singular belleza; luego, realiza el recorrido inverso en el apuesto joven que la acompaña, pero es incapaz de fijarse más allá de los vaqueros.

—Hola, mamá. Te presento a mi novio, Adrián. Yo soy Elena…

Sin proferir palabra alguna y desbordando un torrente de lágrimas reprimidas durante años de ceguera autoimpuesta, Almudena se deja abrazar por su hija.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Publicado en https://www.gehitu.org/gehitu-magazine-107-abril-2020/

josemamuser@gmail.com

 

 

 

 

 

Un pingüino llamado Blanquinegro – Cuento

Un pingüino llamado Blanquinegro

“Haz de tu vida un sueño

y de tu sueño una realidad”,

Antoine de Saint-Exupéry

Manolín se levantó de un brinco del borde de la fuente donde se acababa de sentar porque, de repente, cruzó la superficie de las aguas una sombra oscura a gran velocidad, arrastrando consigo centenares de burbujas. Sus dos mascotas, que dormitaban aburridas deshojando los últimos minutos de un atardecer de finales de noviembre, movieron las cabezas siguiendo alertas la sombra que se les aproximaba con rapidez. Toby ladró hasta quedarse ronco y Luna, tras maullar y gruñir nerviosa, preparó sus garras para enfrentarse al peligro que surgía de la nada, con la intención de proteger a sus amigos.

Sin embargo, el temor se transformó en increíble sorpresa cuando el niño y la pareja de animales vieron surgir ante sus narices la elegancia de un pingüino. Manolín se puso a dar saltos de alegría arrojando al suelo su larga bufanda, Toby dio varios giros sobre sí mismo como si fuese un trompo color canela, y Luna comenzó a ronronear rozando con su pelaje azulado el cuerpo del visitante. El pingüino los observaba asombrado, quizá porque era la primera vez que se desplegaba ante él un colorido abanico: el cielo tornasolado; el ocre de los árboles saludándole con sus hojas mecidas por el viento; el niño que bailaba y cuya vestimenta era un torbellino de arcoíris con cada uno de sus pasos; y sus queridos animalitos, tan distintos al blanco y negro característico de su propio ser.

—¡Por fin se ha cumplido mi deseo! —exclamó Manolín, radiante de felicidad.

—Pero… ¿Quiénes sois vosotros? ¿Dónde estoy?  —preguntó el pingüino, sin parar de parpadear, porque pensaba que no se había desperezado del sueño.

—Te encuentras en mi pueblo. Yo me llamo Manolín y te presento a mis mejores amigos: el perro Toby y la gatita Luna —ambos se acercaron al pingüino ofreciendo una de sus patas a las alas del inesperado visitante, a modo de saludo. A sus escasos cinco años de edad, Manolín tenía la virtud de comunicarse con cualquier animal que le rodeara. Sabía interpretar ladridos, maullidos, gorjeos, cacareos y demás lenguajes que a cualquier persona les resultarían indescifrables.

—Esta fuente fue construida hace más de dos siglos. ¿Sabes una cosa? He contado sus caños, porque el año pasado aprendí los números: son ciento treinta y nueve chorros de agua. Oye, si quieres puedo ser tu guía turístico…

—¡Ya estamos hablando de las maravillas pueblerinas! —repuso Toby con cuatro broncos ladridos, interrumpiendo a su emocionado amiguito—. Por cierto, ¿cómo te llamas? Luna y yo hemos visto a muchos como tú en los dibujos animados favoritos de Manolín: “El pingüino Luce”. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Eso es, sácanos de dudas —agregó Luna con un leve maullido.

El pingüino se quedó unos instantes en silencio, impresionado. A medida que les respondía se le iban secando los regueros de sudor que perlaban su reluciente piel.

—Mi familia me llama Blanquinegro. —Les explicó con unos sonidos parecidos a los producidos por un sonajero—. Soy muy pequeño y no he salido ninguna vez del islote donde habito, allá en Groenlandia. Todo cuanto me rodea está en blanco y negro: el cielo es pálido o se vuelve grisáceo, el mar es una gran masa gris oscura, el hielo y la nieve son blanquísimos, los peces de los que me alimento tienen tonalidades grises… Vivo con mis papás y dos hermanos en una colonia de pingüinos que son como yo, siempre vestidos de etiqueta… Papá me dijo que el clima está cambiando, que ya no hace por nuestra tierra tanto frío y mamá asegura que el cielo se pone a veces azul. A mí me encanta la temperatura que hace allí, tan distinta a esta; aunque no he tenido la suerte de ver el cielo azul u otra tonalidad de mar. Tenía tantas y tantas ganas de ver otras gamas de colores, de las que mamá me ha contado en los cuentos, que nunca creí que lo conseguiría. Es mucho más bonito que lo que he recreado en la imaginación…

A medida que hablaba, la superficie negra de su cuerpo iba tornándose cada vez más gris y las partes blancas se le iban oscureciendo. Luna lo iba notando cada vez más desfallecido: el frío que hacía era insuficiente para él, acostumbrado al congelador gigante donde vivía. Manolín y Toby no se daban cuenta de los cambios que iba manifestando Blanquinegro, su entusiasmo era tal que comenzaron a referirle las maravillas de la amistad y el respeto, valores que se dan la mano. Sin respeto, un perro y un gato no podrían convivir, porque la Naturaleza dispuso que desde el comienzo del universo fueran enemigos irreconciliables. Ambos propusieron que les siguiera el pingüino. Toby lo empujaba con el hocico, sin parar de mover la cola y Manolín aplaudía sin cesar. Querían jugar con él, llevarle a sus rincones preferidos, caminar por las calles hasta la hora de cenar…

—No os estáis dando cuenta de que Blanquinegro está enfermando… Parece un cubito de hielo que se estuviera derritiendo —maulló tajante Luna, colocándose al lado del pingüino y separándolo de Toby.

Manolín y Toby comprendieron enseguida que la amistad no se podía confundir con egoísmo. Ellos querían acapararlo, sin pensar en las consecuencias: que su familia estaría preocupada por su ausencia, y que podría ponerse malito por no estar acostumbrado a una climatología diferente. En su momento Manolín no entendió una frase que solía repetir con frecuencia su maestro: “El secreto no es correr detrás de las mariposas, sino cuidar el jardín para que ellas vengan hacia ti”. Ahora, en cambio, la comprendía con total claridad: si lo dejaban marchar, si volvía a cerrar los ojos y formular el deseo de que regresara con los suyos, el pingüino recuperaría sus colores, volvería a ser feliz y existiría la posibilidad de los visitara más veces, con encuentros cortos pero llenos de intensidad.

—Si Blanquinegro ha estado esta tarde con nosotros debe ser por algo. Las cosas pasan siempre por algo… —murmuró con tres ladridos Toby.

La cara de Manolín se iluminó de repente.

—¡Nuestros pensamientos se han cruzado! —expresó Manolín—. Eso es… Desde hace días llevo deseando que suceda este maravilloso encuentro. Necesitaba conocer a un pingüino real; Blanquinegro, en cambio, quería descubrir la existencia de otros colores. Si ahora cerrara los ojos y me concentrara, y nuestra mente se conectase de nuevo, todo volvería a ser como antes, con la diferencia de haber vivido algo único e inolvidable…

Justo entonces, un jilguero se posó en el hombro de Manolín, sin importarle que Luna lo pudiera cazar. Se acercó a su oído y le susurró una sensacional idea. Le dijo que desde la rama de uno de los álamos se había percatado de lo que estaba pasando y que pensó que Blanquinegro necesitaría un recuerdo de su aventura: un tesoro que enseñara a sus papás y hermanos. Revisó con el pico las plumas de sus alas y cuando encontró una de un llamativo color rojo amarillento, se la ofreció a Manolín. Este, con lágrimas en los ojos, se la entregó a Blanquinegro, que hizo una tímida reverencia de agradecimiento, pues ya era una mancha oscura que apenas podía moverse. Así pues, Luna, Toby y Manolín ayudaron al pequeño pingüino a introducirse en la fuente. Cerraron los ojos a la vez y sus pensamientos volaron hasta posarse en la cabeza de Blanquinegro, que los acogió con mimo. Así pues, este se tornó sombra e hizo su recorrido inverso en las aguas de la fuente, desapareciendo engullido por cientos de burbujas.

—¡Hasta luego, Blanquinegro! Nos volveremos a ver pronto —refirieron los tres, cada uno en su lengua.

Ya era noche cerrada y la mamá de Manolín lo llamaba insistente para que regresara a casa. Aquel encuentro se transformó en un maravilloso secreto para el complicado mundo de los adultos.

© José Manuel Muñoz Serrano.

Abro y cierro los ojos – Relato

Abro y cierro los ojos

Mi futuro es pretérito imperfecto, mi pasado nostalgia del presente.

Anónimo

Cierro los párpados y el resto de mis sentidos me encamina a los lejanos años de preescolar, donde la niñez dibujaba la vida senci­lla, con colores diáfanos.

Voy palpando una especie de recipiente, del tamaño de la pal­ma de mi mano. Con las yemas de los dedos exploro su superficie lisa y suave, hasta tropezar con lo que parece ser un tapón de rosca. Sí, cierto, se trata de una tapadera que, al girarla, permitirá descubrir lo que contiene su interior. No me provoca temor algu­no introducir la mano. Me encuentro con varios objetos simila­res, no sabría determinar la cantidad. Quizá se trate de rotulado­res de punta gruesa, con los que hubiera podido pintar cartulinas durante horas y horas, sin descanso, si volviera a ser de nuevo un crío. Seguro que se trata de un estuche cilíndrico. Quisiera descri­bir su olor, aprehenderlo, pero el tiempo lo ha borrado, como se disipa la esencia de la ingenuidad.

Una simple evocación y me recreo transportando esa especie de estuche en una vieja mochila, herencia de mis hermanos, de casa a la escuela, de la escuela a casa, o bien llevándolo agarrado por una cuerda firme, que se localiza en la parte superior, porque los libros de texto ocupan todo el espacio de la mochila. Me encamino a diario al hogar de los abuelos, sin desprenderme del objeto, mientras mis padres trabajan, para concluir la diaria tarea escolar. Tiento el rugoso cordón que conforma el asidero. Es uno de esos cordones trenzados de lana, simple y deshilachado, que se elabora con la ayuda de alguien:

«Tú tiras hacia la derecha y yo a la izquierda, y cuando notes que se va rizando y tensando, lo unimos en un extremo…».

Si me dejara arrastrar por la ensoñación, el recipiente se trans­formaría en un precioso cofre. Yo iría creciendo, haciéndome adulto, y en él albergaría secretos, pequeñas y tímidas historias que germinan en la cabeza y requieren ser maduradas, para de­jarlas luego ocultas, que nadie pueda robarlas. Y lo que pudieran ser rotuladores, se convierten en palabras que se aturullan en el corazón y no encuentran salida. No solo una palabra, ni dos, ni tres, sino frases, cientos, miles, que se desbordan en manantiales de deseos, de sueños que se aferran cada noche a la almohada, buscando hacerse reales. Tal vez si mi lengua lo explorase y juga­se con el misterioso cofre o estuche, con el receptáculo de deseos o sueños, el sabor me recordaría al de unas galletas remojadas en leche a la hora de la merienda. Sin embargo, no puedo probar esa sensación porque, de repente, me arrebatan el objeto y huye la magia…

Abro los ojos y el vacío se instala entre mis manos.

Dejo ser el niño que se ilusionaba con cualquier cosa que cap­tara su atención, o el adolescente que hilaba pensamientos con aroma de anhelos.

El presente me zarandea. Lo cotidiano me invita hoy a con­templar sereno, desde el ventanal, un cielo preñado de nubes gri­ses, el melancólico reflejo de un invierno que pronto, muy pron­to, sucumbirá por la caricia primaveral.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© En días de cielo gris. Editorial Círculo Rojo, 2018.

josemamuser@gmail.com