Las tentaciones de Diligencia
—¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti —le decía la cigarra a la hormiga.
Fragmento extraído de la fábula La cigarra y la hormiga, de Esopo.
Si Diligencia fuese una mujer presuntuosa, se vanagloriaría ante quienes quisieran escucharla de la aplicación, cuidado y esmero que ponía en la ejecución de cualquier tarea. No concebía estar de brazos cruzados, sin hacer nada. «Siempre hay algo que hacer», se decía ufana.
Cada viernes por la noche, tras finalizar sus trabajos como limpiadora en el colegio de su barrio y cocinera en la pensión Amanecer, a los que se entregaba con ahínco, llegaba a casa y tomaba una tonificante ducha. A continuación, se desplazaba en coche para visitar a su abuela Virtud, que vivía cerca, en un pintoresco pueblo enclavado en un valle. La abuela la ponía al corriente de sus propias reflexiones y le proporcionaba el vigor suficiente para afrontar la rutina semanal. «Recuerda: actúa con bondad y mesura, querida. Sólo así, la ardua labor se convierte en liviana», le solía decir a modo de saludo.
Por su parte, Perseverancia, la madre de Diligencia, le tenía inculcado desde pequeña que, aunque la vida ponga muchas trabas, no hay que dejarse vencer por el desaliento. «Ya lo sabes, hija mía: la palabra claudicar no existe en nuestro vocabulario.»
La vida de Diligencia rozaba el ascetismo, de ahí que quienes la conocían acudieran a ella en busca de consejo espiritual para sanar las heridas del alma. Discreta y sensible, hubiera dado cuanto tenía por ayudar a su prima Honradez, cuando su corazón se vistió de la frivolidad de Avaricia. Sin embargo, por aquel entonces, Honradez no tenía ojos más que para sí misma. Afortunadamente, llegó a ser consciente de su descenso a los infiernos. La propia Diligencia llegó a confesar a su madre que jamás tropezaría en la misma piedra de la prima.
—En eso has salido a tu abuela, un modelo de virtuosismo a seguir. Yo no puedo decir lo mismo —le refirió en una ocasión Perseverancia—. Antes de conocer a tu padre, que en paz descansa, me enamoré de Tedio. No había muchacho más apuesto que él en toda la comarca. Pero cuanto tenía de buen mozo, lo tenía de aburrido. No te puedes figurar lo aburridísimo que era. Menos mal que me desprendí de la venda que cubría mis ojos, porque no sé qué hubiera sido de mí. Celebré que se casara con Pereza. Si tu abuela estuviera en este momento aquí, te diría: ten mucho cuidado y, por tu bien, procura alejarte de esa familia.
Diligencia había escuchado fugaces críticas de Pereza, como que era descuidada y holgazana o que vivía en un continuo estado letárgico. Quizá, si hubiese querido mostrar un ápice de curiosidad, se habría enterado de muchos cotilleos de aquel matrimonio y sus hijos, pero como no se podía permitir el lujo de perder el tiempo con los dimes y diretes del mercado, en cuanto terminaba sus compras se iba a casa y continuaba faenando.
Una fría mañana del mes de febrero, casi año y medio después del descalabro emocional de Honradez, apareció el primer pedrusco en el camino de la equilibrada y predecible vida de Diligencia. En un inicio no fue consciente de la aparición del escollo, pero cuando descubrió que había cometido un error similar al de su prima, le resultó complicado levantarse de la caída…
Los domingos eran los únicos días que Diligencia podía dedicarlos a sí misma. Pero en vez de descansar, después de ayudar a su madre a preparar el menú semanal y limpiar la casa que ambas compartían (ya que durante la semana trabajaban), se ofrecía de manera desinteresada a recibir en su salón a personas ávidas de escuchar tan infinita sabiduría.
Lo único que le desagradaba a nuestra buena amiga (en realidad, nadie hay perfecto en esta vida) era todo lo que guardara relación con la burocracia. Procuraba no manifestarlo, pero cada vez que necesitaba arreglar cualquier trámite se ponía nerviosa. Rara era la vez en la que no le dijeran que le faltaba algún documento, o le refiriesen que debía desplazarse a otra administración. «Lo que usted nos solicita no puede ser tramitado aquí», le replicaban y Diligencia se marchaba resoplando.
Un jueves por la mañana, durante un breve descanso laboral, acudió a la Oficina de Registro. Debía poner una reclamación por el importe de unas desorbitadas facturas que le habían cobrado por error. Tuvo que guardar cola frente a un mostrador, en el que atendía un hombre calvo, cuya lentitud a la hora de prestar sus servicios a la clientela la hacía desesperar. Nerviosa, miraba una y otra vez su reloj, pensando que se le haría tarde para acudir al ambulatorio, donde trabajaba por las mañanas desde hacía tres meses y medio como secretaria, atendiendo peticiones de citas médicas; un empleo que compaginaba con los de cocinera y limpiadora. Cuando se fue acercando al burócrata, únicamente se fijó en su nombre de pila, que llevaba fijado al bolsillo derecho de su camisa a rayas en una minúscula tarjeta, sujeta con un imperdible. A más de una persona le hubiera pasado desapercibido el rótulo, pero no a Diligencia, acostumbrada a captar el mínimo detalle de cuanto le rodeaba. Cansancio. Un nombre muy apropiado…
Cuando le llegó su turno, el funcionario bostezó repetidas veces, sin poderse contener. Acto seguido se llevó los dedos índice y pulgar de la mano derecha a los ojos, apretándolos con fuerza y levantando sus redondas gafas. Parpadeó varias veces antes de fijarse en Diligencia, cuya seriedad le hizo reaccionar rápidamente.
—Buenos días, señora. Usted dirá…
—Buenos días. Me han dicho que aquí puedo presentar una reclamación por el cobro abusivo de unas facturas de luz y gas. Es imposible que gastemos tanta cantidad de dinero mi madre y yo, puesto que economizamos al máximo. Debe tratarse de un error…
—Los impuestos han subido mucho este año, no sé si está informada. Los efectos de la crisis, que por desgracia pagamos todos. Déjeme ver las facturas que…
Cansancio interrumpió su explicación porque no pudo evitar llevarse una mano a la boca para frenar un sonoro bostezo.
—Perdóneme señora —continuó—. Pero llevo varias noches sin pegar ojo y estoy agotado. Parece como si me hubieran dado una paliza.
Diligencia dulcificó la rectitud de su rostro dejando aflorar una tímida sonrisa. Sin saber por qué razón, la disculpa propició su interés por Cansancio como persona y no como un trabajador más al servicio de la maquinaria del estado. Se percató de que era un hombre delgado, de frágil y quebradizo aspecto. Al verlo deambular unos pasos erráticos para buscarle un impreso para rellenar el motivo de la reclamación (puesto que se habían agotado los que tenía sobre el escritorio) le inspiró cierta ternura su estatura menuda y la palidez grisácea de su piel, que discordaba con las negruzcas ojeras que las gafas parecían disimular y la claridad de sus ojos, de una claridad como diáfano cielo. Pensó que, al ser tan alta y robusta, podrían sacarse de ella dos hombres como él. Así pues, lo percibió tan desvalido que ni siquiera se percató de que ya había consumido el tiempo de su descanso y debía salir rápidamente de la Oficina de Registro.
Diligencia se retiró del centro del mostrador, cediendo el paso a una mujer de mediana edad que esperaba ser atendida a continuación. Mientras rellenaba el impreso con sus datos personales y los referentes a ambas facturas, no podía dejar de pensar en Cansancio, que estaba ofreciendo una suerte de salvamento administrativo a personas que, como ella, necesitaban solucionar sus problemas económicos. «Tal vez este hombre necesite mi ayuda. Podría atenderlo el domingo en casa. Estoy segura de que encontraré la clave de la causa de su insomnio», se dijo nada más percatarse de la primera dificultad que le mostró el impreso. Debía anotar los números de contrato de los contadores de luz y gas, así como unos extensos códigos de serie. No había contado con tal eventualidad.
Esperó a que el hombrecillo terminara de colocar un sello y su firma a un documento que le entregaba un joven. La sala se había ido quedando sin gente.
—Hasta mañana, Cansancio… Ya se acerca el fin de semana y podremos descansar, que falta nos hace —le refirió una compañera jocosa, mientras recogía su abrigo.
Una vez que estuvieron por fin los dos solos, Diligencia le mostró el impreso.
—Acabo de percatarme de que se requieren unos números de contrato y unos códigos de serie. Como imagino que todo está informatizado, si pudiera buscármelos en su ordenador e imprimirlos, se lo agradecería…
—Verá, señora —la interrumpió—. Esa información la debe tener usted cuando firmó ambos contratos. Yo podría proporcionárselos, pero la ley de protección de datos me lo impide. Además, ya he apagado la impresora, tiene muy poca tinta y en el caso de que pudiera facilitárselos, no podría imprimírselos de manera legible… Por desgracia, estamos escasos de material.
En vez de marcharse como hubiera hecho en otras situaciones refunfuñando, Diligencia le sonrió.
—No se preocupe. ¿A qué hora cierra la Oficina de Registro?
—Ya debería estar cerrada, señora. Son las 13:35 horas. Estoy invirtiendo para usted cinco minutos extra, no sé si es consciente de ello.
Diligencia no podía dar crédito a sus oídos. Las 13:35 horas… En veinticinco minutos terminaría su jornada de trabajo en el dispensario médico. Si encendiese en ese mismo instante su teléfono móvil (se dijo que no lo conectaría a lo largo del día) encontraría llamadas perdidas de su jefe, que la pondría al corriente de mensajes airados de gente que no había podido ser atendida… Ya no merecía la pena salir corriendo para estar, como se suele decir, cinco minutos sentada en su puesto. Al día siguiente afrontaría la bronca que pudiera recibir.
Cansancio terminó de recoger sus cosas y ambos salieron al exterior. Un radiante sol hizo que el hombre parpadeara repetidas veces.
—Cansancio, vamos a tomarnos una caña, hermano… —propuso un joven de aspecto bohemio, que se acababa de bajar de un autobús urbano, a unos cincuenta metros. Presentaba cierto parecido en cuanto a fisonomía con el interpelado, pero ahí quedaba el parecido, puesto que la alegría que desprendía este era la inyección de vitalidad que necesitaba el otro.
—Una sola, Ocio, que te conozco —le contestó alzando la voz—. Mañana por la mañana vuelva a pasarse por aquí —le refirió a ella con una sonrisa forzada, en tono bajo y pausado—. Le daré salida a su reclamación. Por cierto, no me he presentado: mi nombre es Cansancio.
—Diligencia, mucho gusto. Así haré, hasta mañana —dijo mientras estrechaba la mano que le tendía—. Disculpe mi atrevimiento. Puesto que afirma que no duerme bien, quisiera ofrecerle unos cuantos consejos… Intente no arrastrar a la cama las preocupaciones diarias. Organice sus horas de sueño de manera responsable, en la medida de sus posibilidades. Si consigue entrenar su cuerpo yéndose a dormir a la misma hora cada día, verá como conciliará el sueño rápidamente y se despertará con la sensación de haber descansado. Que por más que intenta no puede quedar dormido, levántese, lea un poco y vuelva a la cama. Otra cosa importante: si se pone a dar vueltas, lo más probable es que no consiga más que desesperarse… Bueno, su hermano se acerca, no le entretengo más. Buenas tardes.
Cansancio se quedó inmóvil, sin articular palabra. Por su parte, Diligencia se acomodó en su vehículo y arrancó para irse a casa.
—¿Quién es? Parece una mujer interesante… —le preguntó Ocio, dándole un golpecito en el hombro.
—La he conocido esta mañana. Tienes razón, es una mujer interesante…
Diligencia almorzó con desgana. La madre, al contemplarla tan silenciosa, lo primero que pensó es que había tenido algún contratiempo en el trabajo.
—No, madre, me ha ido bien. Fui a la Oficina de Registro —le contestó sin mirarla a los ojos.
—De ahí que apenas tengas hambre… Hija mía, cuánto siento haberte pedido el favor de que fueras allí, con lo que odias el papeleo. ¿Lo has podido solucionar? ¿Qué te han dicho?
—No… Me falta un documento.
La madre recogió su plato y lo puso en el fregadero.
—Perdona hija mía, pero no puedo esperarte. Tengo muchísimo trabajo atrasado por causa de una máquina que se ha estropeado y debo salir pitando. No voy a poder ni fregar los platos… Por cierto, mañana tendré dos horas libres por la mañana y podré zanjar lo la reclamación…
—¡No! No es necesario, madre… El ambulatorio está a solo cinco minutos en coche de la Oficina de Registro. Además, el funcionario que me ha atendido dice que es una nimiedad…
Perseverancia sonrió a su hija. Cuando se disponía a salir, le pidió que recogiera la cocina.
—Eres un sol —le dijo antes de cerrar la puerta.
Diligencia se quedó sentada, con la mirada fija en el plato de lentejas. No tenía ganas de continuar comiendo.
Cansancio. Cansancio. Cansancio.
Aquel hombre la estaba dejando en un estado de estupor mental.
Llevo varias noches sin poder dormir y estoy agotado. Parece como si me hubieran dado una paliza…
«Pero si es un joven insignificante», se dijo. «No entiendo qué me pasa, es como si el estómago me palpitara, noto el corazón incontrolado…».
Se levantó del asiento y no supo qué hacer con las lentejas. «Que el Altísimo me perdone, pero las echaré al retrete». Tras pulsar la cisterna, se percató de su vestido, quizá demasiado sobrio y de sus zapatos, nada atrayentes. Su piel, de un moreno deslucido, jamás había tenido contacto con el maquillaje. Nunca le había importado la imagen que pudiera dar a los demás. La abuela Virtud le decía: «Cada uno es como es. La naturalidad es un don que debe llegar al corazón a los demás. Cuando se aparenta algo que no se tiene, se cae en el artificio. Las arrugas son las huellas que deja nuestro paso por la vida a medida que nos hacemos mayores. Un poco de maquillaje oculta imperfecciones, querida, y es bueno usarlo para dar viveza a un rostro, pero no puede suplir lo que ya se ha vivido, aunque se alíe con la cirugía.»
«En absoluto acudiría al extremo que me refiere la abuela, pero si diera un poco de color a la mirada, los pómulos y los labios…». No se atrevía a completar la formulación de su pensamiento, pues ella misma no sabía qué pretendía revolviendo el armario del baño y el tocador de su madre. «Qué tontería… No sé por qué he pensado que mamá podría tener un neceser con útiles de maquillaje».
Cuando fue consciente del caos en que había sumido el baño y la alcoba, se dispuso a ordenarlo todo con rapidez. En breve tendría que acudir al trabajo y no podía entretenerse más. Pasó por la cocina como una exhalación y se acordó que no había recogido la mesa, ni limpiado las hornillas, ni fregado los platos. Procuró dejarlo todo impoluto, pero si se entretenía fregando y limpiando, se le haría muy tarde. «Lo siento, madre, pero por un día que no deje la cocina como los chorros del oro, no pasará nada.»
En el trabajo no pudo evitar pensar en Cansancio. Apenas conversó con sus compañeras, sólo se limitó a cumplir estrictamente con lo que le correspondía llevar a cabo en la planificación diaria. En la cocina de la pensión se mantuvo seria como una momia. No se entretuvo ni un minuto más avanzando las tareas para el día siguiente. Salió de manera atropellada, sin despedirse de nadie.
Se acercó a un bazar que, a pesar del horario tardío mantenía abiertas sus puertas. Le pidió a la oriental que estaba junto a la caja que le recomendara pintalabios, colorete y sombras y lápiz de ojos. La mujer, una chica pizpireta, le contó grosso modo en su acento marcado de eles las ventajas de unos y de otros y le ofreció varios estuches para que eligiera el que más le gustase. Escogió el más barato.
De poco le sirvieron los consejos que ofreció a Cansancio referente a la importancia del descanso en el sueño. No pudo quitarse de la cabeza las violáceas ojeras del joven y su lentitud de movimientos, que le hacían caminar como si tuviese por pies una aleación de plomo con zapatos. Procuró ponerse a leer el último libro publicado por su abuela: Las virtudes de la mujer diligente, pero no le sacaba sustancia al texto.
A la mañana siguiente despertó con unas minúsculas ojeras. Eran tan difusas que posiblemente su madre no se percataría de ellas, y menos que nadie su abuela, que se pondría a perorar acerca de su nuevo tratado de relaciones humanas que en breve vería la luz en el mercado editorial.
Antes de irse a trabajar, batalló con el espejo del lavabo, esmerándose con el maquillaje recién adquirido. Estaba nerviosa y el lápiz de labios parecía cobrar vida propia: se dedicó a limpiar con sus dedos el carmín que había sobrepasado los límites de los labios, dejándolos sin perfilar. Aplicó el sobrante a las mejillas y, sin perder más tiempo, abrió la sombra azul de ojos y la distribuyó por los párpados superiores con un lápiz. No la quiso difuminar porque tenía prisa. «Ya perfeccionaré la técnica», se dijo.
No llegó a comprender cómo la gente parecía burlarse de ella. Miradas de soslayo iban aparejadas de sonrisas irónicas. Al menos tenía la suerte de que nadie le había referido nada acerca de la ausencia de ayer. Cuando encendió el móvil por la mañana encontró el registro de un número desconocido. «Mi jefe», supuso. Pero no había ningún mensaje de texto amonestándole su comportamiento. Respiró tranquila. Ocho minutos antes de que llegara el descanso, cogió su bolso y se ausentó de su asiento. Fue al aparcamiento, subió al coche y estacionó frente a la Oficina de Registro.
A excepción de la anterior vez, había menos gente esperando su turno, lo que agradeció sobremanera. No obstante, no se libró de nuevas miradas burlonas que eludió dirigiendo sus ojos hacia los ventanales. Cuando le llegó el turno, Cansancio congeló su bostezo.
—¿Qué le ha pasado en la cara? ¿Se ha cabreado con el maquillaje? —le refirió, interrumpiendo de inmediato otro bostezo.
—Tengo aquí el impreso relleno junto a las facturas erróneas —respondió decepcionada—. También le entrego una copia de mi documento de identidad y de los contratos de luz y agua.
—Sabe… Anoche dormí un poco mejor, siguiendo sus sabios consejos.
Diligencia sintió brincar el corazón en su pecho y como una especie de alfiler le aguijoneaba el estómago. Ya no le importaba que el tiempo corriera inexorable en su contra.
—Temo decirle que necesito una fotocopia de las facturas, así como original y copia del certificado donde se establece que su hogar cumple con todos los requisitos para contratar la potencia de luz que se establece en el contrato… Procure hacer las copias en alguna papelería porque andamos pobres de material, como bien le hice saber ayer y la fotocopiadora que tenemos va lenta. Necesita mucho tiempo para recalentarse y funcionar.
En vez de poner pegas, le refirió que en breve le entregaría toda la documentación.
Una Diligencia pragmática regresaría al trabajo, atendería llamadas, y dejaría para el lunes o para cualquier otro día, con más calma, la tramitación. Sin embargo, cuando el corazón baila tangos en el pecho y el estómago aplaude, el raciocinio se nubla y actúa de manera inconsecuente.
Nuestra amiga buscó el papel, desordenando un cajón donde yacían otros tantos legajos similares. Localizó una pequeña papelería donde le podrían hacer las fotocopias. Asumió con resignación su frustrado intento de impresionar con el maquillaje, pero no tuvo el suficiente valor de desprendérselo. Una vez que consiguió dejarlo todo preparado en una carpeta de cartón, se acercó a la Oficina de Registro. «Se me ha olvidado ordenar el cajón. Bueno, no pasa nada. Es un mueble que apenas se usa…», se dijo, pensando una vez más en Cansancio.
Esperó pacientemente a que llegara su turno, sin importarle que otra vez se le estuviera haciendo tarde. «Hablaré con el jefe, aceptará mis disculpas y todo será como si no hubiese pasado nada. Estoy segura que sabrá comprenderme».
—Estupendo. Ya está todo —le comentó el funcionario sonriente, revisando por última vez el material aportado—. Esta copia se la queda usted sellada con la fecha de hoy viernes. En unos días supongo que recibirá respuesta. No se desespere si tarda en recibir la resolución, que ojalá sea a su favor, por correo certificado. Ya sabe, las cosas de palacio van despacio. Buenas tardes, que tenga un buen día. El siguiente…
Diligencia respondió al saludo sin apenas esbozar palabra y salió de allí con el corazón mustio. Una despedida que se acogía a los límites estrictos de la cordialidad mercantilista. Por un lado, tenía el pleno convencimiento de que no volvería a coincidir más veces con Cansancio, pero por otro, se rebelaba ante la insistencia de una lejana voz que, instalada en algún recóndito lugar de su mente, le decía que debía hacer lo posible por evitarlo, ahora que estaba a tiempo.
Estuvo tentada de esperar su salida, puesto que quedaba una hora para que Cansancio concluyera su jornada. Empezó a desplazarse de un lado a otro, mirando su reloj de muñeca cada minuto, los equivalentes a treinta pasos hacia la izquierda, treinta hacia la derecha. Pero llegó un momento en que el reloj pareció aburrirse de la espera y Diligencia decidió claudicar.
No sabía qué hacer. No le apetecía trabajar. Se encontraba desganada y un bostezo le hizo sonreír ligeramente. Tampoco tenía intención de almorzar en casa, puesto que su madre le preguntaría acerca del desarrollo de la jornada, y no tenía intención alguna de dar explicaciones a todo lo que le estaba pasando.
Encendió su teléfono. Dos llamadas perdidas de su jefe y un lacónico mensaje: ¿Dónde estás?
Un mensaje, esta vez de su madre: Cariño, ¿qué tal ha te ha ido? Ayer por la noche te noté rara. Tenemos que hablar.
Respondió solamente a su madre: Mamá, no voy a poder acompañarte en el almuerzo. Puedes guardar mi parte en una fiambrera. Estoy muy liada. Todo bien y solucionado. No tienes por qué preocuparte. Besos.
En realidad, se le había quitado el apetito. Jamás había mentido y se sentía extraña. «Son mentiras piadosas. Comenzaré la semana con buen pie», se dijo.
Sus pasos la encaminaron a casa de Sinceridad. Ella, con su particular ojo clínico, sabría decirle qué le estaba pasando.
—Ya sé lo que te pasa. Estás enamorada, amiga… ¿Quién es el afortunado?
Diligencia había procurado mantenerse estoica mientras escuchaba burlescos comentarios del tipo:
«¿Trabajas como payaso de circo?»
«Chica, ¿te has mirado al espejo?»
«Perdona que te lo diga, pero te veo fatal… Además, ese vestido que llevas puesto, con esos tonos tan apagados, no te favorece nada.»
—No sé… por qué motivo… me dices eso…, que estoy enamorada… —le contestó titubeante.
—Tus ojos te delatan, querida mía. Te conozco a raíz de lo que le sucedió a tu prima Honradez. Ambas os parecéis como dos gotas de agua, no en cuanto al físico, sino en lo transparentes que sois a la hora de reflejar vuestras emociones. Yo te puedo ayudar si lo deseas. Por desgracia o fortuna, según se mire, soy sincera y digo las verdades como las percibo y siento. No sé si querrás hablarme del chico con el que estás saliendo. Aunque no lo creas, soy discreta. Si no deseas contarme nada, no te voy a sonsacar, de eso puedes estar segura. Pero te noto cansada y ojerosa, por más que te hayas empeñado en montar una batalla campal con la sombra de ojos y el carmín. Por la forma en la que te has sentado en el sofá me parece que estás exhausta. Es más, diría que te has ausentado del trabajo… Yo te digo todo esto por tu bien. Intuyo que has venido a verme para que te diga la verdad, lo que te cuesta asumir. En ningún momento quisiera mostrarme quisquillosa contigo, Dios me libre. Por cierto, supongo que vas a querer almorzar en casa… Tienes hambre. Lo deduzco por la forma en como miras el guiso: pollo con salsa de almendras y nueces, una delicia para el paladar. Ponte cómoda, no hace falta que me ayudes. Quién lo diría, la buena de Diligencia en brazos de la indolencia…
Los párpados se le cerraban mientras la perorata de Sinceridad no parecía tener fin. Enfrascada en un monólogo interminable, al tiempo que Diligencia iba adentrándose en el universo de los sueños, la amiga iba poniendo la mesa, ultimando el guiso, sacando sus vestidos del armario y arrojándolos al sofá, en un continuo ir y venir de pasos, hasta que con voz suave le anunció:
—Chica, si deseas comer conmigo, quítate la modorra y siéntate a la mesa.
Agradeció la invitación con un leve asentimiento. El sueño la vencía y le costaba partir el pan, para mojarlo en la salsa.
—No te preocupes, reserva tus escasas fuerzas para el trabajo. Yo misma me encargaré de trocearte el pollo y cortarte una rebanada de pan.
—Gracias… Eres un cielo. No sé lo que me pasa… Bueno, creo que sí. Ayer conocí a un hombre. No es guapo, pero tiene algo que me llama la atención. Estoy experimentando unos cambios muy extraños… No sé como explicar…
—Que estás enamorada.
Silencio por respuesta. Diligencia era incapaz de replicarle. No quería discutir con su anfitriona.
Cuando ambas terminaron el postre, Sinceridad prohibió que su invitada moviera un solo músculo. Esta no encontró palabras para agradecer los consejos que le ofreció, acerca de maquillaje y vestuario. Le regaló un amplio bolso en el que introdujo sus mejores cremas, lápices de ojos, máscaras de pestañas, pintalabios, colorete, sombras de ojos…, así como mantones de Manila (las únicas prendas de las que podría extraer improvisados vestidos usando imperdibles, dado que la talla de Diligencia difería de manera ostensible con la suya) y un par de tacones rojos.
—Aunque seas mucho más alta que yo, tenemos el mismo número de calzado.
Ni que decir tiene que todos quedaron asombrados del cambio de imagen experimentado por Diligencia. Sus compañeros de trabajo jamás la habían visto tan bella. El buen hacer de Sinceridad había obrado milagros. Frente al espejo había otra mujer. Labios perfilados, pómulos realzados, mirada más profunda…
Diligencia se había encargado de ofrecerle clases aceleradas de buen gusto en el arte del estilismo. Incluso le había arrebatado las llaves del coche y había conducido por ella, para dejarla a las puertas del colegio.
—No te preocupes por mí, me gusta andar —le refirió nada más salir del vehículo.
«Pobrecita mía, igualita que la prima», pensó, «la familia de Pereza la ha cegado».
Los acontecimientos se fueron desencadenando de tal manera que, en unos días, Diligencia cayó en las redes de una telaraña de la cual era incapaz de salir por sí sola.
Aquel viernes por la noche pensó irse directa a casa de su abuela Virtud. Como allí pasaría la noche y gran parte del sábado, quería que la anciana la viese radiante cuanto antes. Aprovecharía para confesarle de una vez por todas lo que le estaba sucediendo, ya que con Sinceridad había sido incapaz de abrir las compuertas de sus sentimientos.
Las tentaciones nublan los sentidos. No desaparecen de nuestras vidas, así como así, por arte de magia. Están ocultas, en estado latente, esperando el momento idóneo de asaltarnos cuando nos encontramos susceptibles. Y eso es lo que le sucedió a nuestra adorable amiga. De no haber conocido a Cansancio, no focalizaría en su mente ni el más mínimo estímulo desviador de sus metas cotidianas. Por ejemplo, nunca había entrado a un bar o a una discoteca. La música que salía de aquellos locales parecía enviarle una invitación: «Bienvenida a pasar momentos distendidos. Disfrute de su tiempo libre…».
En vez de encaminarse al hogar de la abuela, Diligencia se quedó respirando los sonidos de la noche: bullicio, risas, lejanos murmullos de juerguistas que comenzaban su periplo saludando las excelencias que les mostraban el fin de semana… «Una vez más. Necesito verlo una vez más, fuera de su oficina…», se dijo, aproximándose al coche. «Él no tendrá por qué madrugar mañana y yo tampoco.» El timbre agudo de una voz conocida la sacó de su ensimismamiento. A pesar de estar mediatizada por los efluvios del alcohol, no le cabía duda.
—No insistas, no puedes conducir. Ni yo tampoco, bien lo sabes, pues no tengo carné y, además, aunque lo tuviera, también he bebido. Menos que tú, claro está, porque no te sostienes erguido y yo, en cambio, coordino. Buscaremos un taxi…
—Pero si dices que se te ha agotado la batería… ¿Cómo vas a llamarlo?
—Confía en mí, Ocio. Ya encontraré la manera.
Los emisores del diálogo, cada vez más cerca, hicieron que Diligencia acudiera al encuentro como el poeta al canto de una ninfa.
—Si queréis os puedo llevar a casa… No es problema alguno.
Como buena samaritana, siguiendo sus indicaciones, Diligencia condujo adentrándose en unos minutos en la barriada donde habitaban los hermanos. Aunque quedaba cerca de donde vivía, no sabía de su existencia. A pesar de que era noche cerrada y las exiguas farolas apenas iluminaban las calles con su estrecho y resquebrajado acerado por las que transitaban, la impresión que tuvo fue la de internarse en una zona desangelada y sombría, con muros llenos de feas y siniestras pintadas, parques descuidados, suciedad en la calzada y contenedores dejados de la mano de Dios. Un aire a desidia flotaba en el ambiente a medida que sus pasos la conducían al hogar de los jóvenes, que hacían malabares para no tropezar y caerse con el empedrado levantado.
—Disculpa que no me levante, pero acabo de tumbarme en el sofá. Mi nombre es Pereza y soy la madre —se presentó una mujer desgreñada y ataviada con una bata de felpa salpicada de manchas, tendiéndole la mano.
—Yo me llamo Desorden, soy la benjamina de la casa —le refirió una adolescente, salida de la nada. Al menos, a diferencia de la madre, la chica estaba bien peinada. No obstante, su manera de vestir le llamó la atención (precisamente a ella, que no era ducha en temas de moda). Combinaba una blusa veraniega de color salmón a rayas negras, con una falda de lana de color indefinido, moteada por diminutos lunares blancos; como calzado, zapatillas de diferente modelo y color (una roja y la otra azul).
Apenas prestaron atención a lo que Diligencia les contaba acerca de sí misma. Tan solo cuando ésta comentó sus diferentes trabajos, Pereza se incorporó y le argumentó su impresión del ámbito laboral:
—Aquí donde me ves, durante mi juventud me desviví por simultanear varios empleos. Asimismo, procuraba no solo llevar a cabo mi trabajo, sino que ayudaba a mis compañeros. Pero llegó un momento en el que me di cuenta que los favores que realizaba no eran apreciados. Que había quienes me miraban con desprecio, sobre todo una que yo conozco, que se llama Envidia. Así es que decidí hacer lo mínimo que se me exigía. Y esa máxima la he ido aplicando en mi vida a partir de entonces. Ya que tengo todos los años cotizados en la Seguridad Social, disfruto mis días sin hacer nada, igual que mi esposo. ¿Verdad, Tedio?
Diligencia dirigió su mirada al fondo del salón, de donde le pareció distinguir que el interpelado se movía entre un batiburrillo de periódicos, libros, ropa y muebles.
—No es necesario que te acerques a saludarle. Tal es su apatía que no se interesa por nada.
Ocio iluminó la estancia, que estaba en penumbra y Desorden dejó vacías cuatro sillas y una mesa camilla. En vez de agrupar cuidadosamente los objetos que ocupaban cada milímetro de superficie de dicho mobiliario, los arrojó de forma distraída al suelo. Diligencia no sabía por dónde pisar para no trastabillar y caerse. Quedó absorta cuando Cansancio extrajo de todo aquel caos una baraja de cartas. Entre los tres la enseñaron a jugar al póker, mientras hablaban sobre temas banales.
Diligencia jamás había probado una bebida alcohólica, así es que, con sus reflejos mermados, sus bolsillos quedaron vacíos tras perder en el juego todo el dinero que llevaba encima. Cuando finalizaron la cuarta partida, un espantoso dolor de cabeza comenzó a taladrarle la cabeza. Los tres hermanos se aprestaron a conducirla a una habitación donde tenían instalado un camastro.
Tras amanecer en casa de Cansancio, no podía dar crédito del caos en que se encontraba el dormitorio que le ofrecieron cinco horas antes. Las bebidas destiladas le dejaron una espantosa resaca. Percatarse de tanto desbarajuste propició que dejara las sábanas arrastrándose por el suelo, sumiendo la estancia en un estropicio todavía mayor. Se fue sin despedirse de nadie, pues en el hogar de Cansancio se orquestaba una sinfonía de ronquidos.
Agradeció la seriedad de Perseverancia, que tan solo respondió a su breve saludo durante el almuerzo. Luego vació el bolso que le regaló Sinceridad de cualquier manera sobre la cómoda. Se encontraba cansada y holgazana. «De momento voy a dejar todo esto aquí, así lo tengo más a mano», se dijo, sin poder controlar la risa, ya que aún no se habían volatilizado los efectos del alcohol de su cabeza. Le aburría sobremanera barrer y ordenar las estancias. Por el contrario, tenía ganas de salir a la calle y divertirse. Aprovechar el tiempo libre yendo de un lado a otro, aunque luego se sintiese culpable.
A estas alturas de la historia, más de un lector se preguntará por qué razón el carácter de Diligencia había cambiado de forma tan brusca. Aunque pueda resultar curioso, fue educada en la constancia, la fortaleza o la honestidad, eludiendo otros conceptos que debía conocer para apartarlos de su camino: aburrimiento, gandulería o hastío. Asimismo, su falta de curiosidad en entes abstractos que aportaban el polo negativo de las relaciones humanas (de los que únicamente le habían llegado ligeras y frívolas menciones) la hizo enfrentarse a una dualidad en la que le costaba distinguir el bien del mal. Por ende, el domingo por la tarde, en vez de atender las visitas de quienes necesitaban sus acertadas reflexiones, decidió maquillarse y ataviarse con el mantón de Manila a guisa de vestido, y se calzó con los tacones rojos, para acudir al hogar de la señora Pereza, con la finalidad de mostrarles sus propias reflexiones.
Contagiado por el ambiente a holganza, Ocio propuso cómo emplear el tiempo libre de aquella tarde de domingo: bares, cine, teatro… Una auténtica jarana hasta las cuatro de la madrugada, en la que Diligencia aprovechaba para continuar sermoneándoles acerca de lo ella creía que iba en contra de sus principios.
«Otra vez lunes. Vuelta a la rutina. Se acabaron los excesos…»
—El jefe quiere hablar contigo… —fue lo primero que le dijo una azorada joven que no había visto nunca usurpando su puesto de secretaria.
Lunes, martes, miércoles, jueves… Demasiados días sin nada que hacer por las mañanas, alimentando a unas palomas del parque ávidas de migas de pan. De nada sirvieron sus argumentos, incapaces de rebatir el enfado del jefe: «Lo siento mucho, pero detesto la holgazanería», fue su comentario final, que zanjó así la discusión.
Difícil empresa la de abrir el corazón a quienes demuestran día a día cuánto te quieren.
Si tu abuela estuviera en este momento aquí, te diría que tengas mucho cuidado y que procures alejarte de ellos y de su familia…
El propio Cansancio se fatigó de verla como una sombra pegada a sus pies y Tedio le siguió mostrando su desinterés. Pereza no hizo nada por acogerla durante las horas en las que vagaba sin rumbo fijo (no deseaba que los vecinos murmurasen que la habían despedido de su trabajo de secretaria y estaba mano sobre mano) porque se sentía molesta por sus sermones moralizantes. Desorden vivía recluida en el caos (de ahí no deseaba salir) y finalmente, Ocio la evitó, porque no deseaba tener a su lado a alguien que lo mirase continuamente de manera reprobadora.
Al menos, tenía las tardes y parte de la noche para volcarse en el trabajo. Pero su carácter iba volviéndose irascible. Se sumió en prolongados silencios. Hacía las tareas de manera mecánica y, cuando las terminaba, se sentía cansada. No podía continuar así…
El viernes, durante la hora del almuerzo, ya no pudo más. Quiso contarle a su madre la pesadilla que estaba viviendo, pero las palabras no afluyeron a su garganta. La cabeza le empezó a dar vueltas y sufrió un leve desvanecimiento. Cuando intentó incorporarse cayó de nuevo al suelo.
Despertó en una cama de hospital. A cada extremo de la habitación se hallaban Perseverancia y Virtud.
—No digas nada… Lo sabemos todo, querida niña —le susurró la abuela—. Sinceridad nos ha puesto al corriente. No se lo tengas en cuenta… Nos consta que sientes vergüenza por lo que te ha sucedido. No tienes nada de qué avergonzarte. La vida es un continuo aprendizaje: la prudencia posibilita que elijamos lo que debemos hacer en una situación concreta. Sin embargo, cuando los límites entre lo que consideramos correcto y lo que percibimos como algo negativo se vuelven imprecisos, surge el conflicto.
—Así es, hija mía —continuó Perseverancia—. Yo lo supe desde un principio, antes de que Sinceridad dijera nada, pero quise que tropezaras en la piedra, que te levantaras y aprendieras de tus errores. Sé que has intentado hablar conmigo a lo largo de esta semana, pero no has encontrado las palabras adecuadas para transmitirme tus pesares. ¿Te acuerdas de aquella historia de la hormiga y la cigarra? En este caso, la cigarra había conseguido llevarte a su terreno. Justo cuando quisiste hacerle ver que no se podía estar viviendo el día a día como si no hubiese un mañana, te cerró sus puertas. Es de sabios rectificar, y nosotras, tu abuela y yo, solo te hemos mostrado una cara de la moneda. Tú has descubierto las dos y eso nos enorgullece. Ahora que has aprendido la lección, eres libre de elegir la orientación que deseas dar a tu vida.
Diligencia se sentía débil. Agradecía la presencia de ambas, pero también necesitaba quedarse a solas. Meditar lo que sentía. Abrir su mente a cuanto acontecía en derredor.
Acababa de aprender la mejor lección de su vida: lo más importante no son los obstáculos que se encuentran en el camino, sino los desafíos que se hallan en ese camino para apartarlos. En breve estaría bien. Cogería de nuevo las riendas de su vida y sabría cómo enfrentarse a las vicisitudes de la vida, con ánimo y fortaleza. «Contra Pereza, actúa Diligencia», se dijo esbozando una sonrisa.
© José Manuel Muñoz Serrano.
© Relato extraído de El frágil hilo del sentimiento,
Editorial Círculo Rojo, 2015.