Fragmento de «En días de cielo gris»

Gregorio comenzó a morir el día que detuvieron a Martín. Perjuró que a quien se llevaban preso no era su hijo, sino un monstruo. Y Rosalía, con todo el dolor de su corazón, apoyó sus palabras. Ella le aseguró que no iría a visitarlo a la cárcel, y así lo mantuvo hasta la fecha, pese a tenerlo siempre presente en el pensamiento. Cuando las fuerzas le flaqueaban, a solas en la salita de estar, buscaba en un cajón del aparador las foto­grafías de Martín y lloraba, enjugándose las lágrimas, mientras repasaba del álbum encuadernado en cuero las instantáneas de sus dos nietos.

Lo más duro para ambos resultó vivir a tan solo tres calles de distancia de la casa de su nuera y tener el acceso vedado a los niños. Ni siquiera les permitieron acceder a la habitación de hospital donde estuvo ingresada Soledad. Sus consuegros y la tía carnal de ella, Angelines, apostados en el pasillo, les obligaron a marcharse de malos modos. Los pequeños, con la inocencia de la edad que salva la barrera del resentimiento, al escuchar la discu­sión a escasos metros donde se hallaban con su madre, corrieron a besar a los abuelos, pero enseguida la tía abuela Angelines los reprendió, agarrándolos de la mano con firmeza.

—Sólo son niños, mujer. Por lo que más quieras, déjanos estar cinco minutos con los críos… —Le suplicó Gregorio.

Comprendían que la familia de Soledad no quisiera saber nada de ellos. Resignados, los ancianos apenas salían a la calle, para evitar tropezarse con los consuegros y ser testigos de unos des­plantes que no harían sino agravar la situación. Al menos, re­cibían con frecuencia las visitas de sus otros tres hijos, que les instaban a dejar el pueblo y vivir en casa de cada uno de ellos durante una temporada.

—Esta es nuestra casa y de aquí no nos iremos —les replicó Gregorio tajante.

Gregorio y Rosalía acudieron a la cita que solicitaron con antelación a la notaría, casualmente el mismo día que Soledad regresó del hospital. Pasaron por su acera y se encontraron de bruces con la joven, saliendo desfallecida de la ambulancia. La acompañaba su madre, que la llevaba del brazo porque apenas se podía sostener. En sus párpados y pómulos amoratados se podían leer las huellas de la última paliza que había recibido de manos de Martín.

—Será mejor que sigamos hasta la parada de autobús, Gre­gorio. Ya verás que cuando pase algo más de tiempo nos dejarán estar con nuestros nietos —le propuso Rosalía sin detenerse.

Acomodados en el despacho de la notaría, procedieron a mo­dificar el testamento. Consideraron que las dos fincas serían re­partidas a partes iguales entre los tres hijos y un terreno rústico correspondiente a la huerta, lindando con la margen izquierda del río, según atestiguaba la escritura de la propiedad, lo destina­rían a los nietos. Asimismo, se afianzaron en su firme propósito de desheredar a Martín. (…)

© José Manuel Muñoz Serrano.

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