Una cuestión de visibilidad – Relato

Una cuestión de visibilidad

«Ama a quien te mire como si fueras magia»,

Frida Kahlo.

 —Santiago, ¿cuándo me vas a presentar a Elena?

Ya le ha contestado en reiteradas ocasiones que Elena está demasiado ocupada, por lo que considera innecesario responderle y se repantiga en el sofá. Sin embargo, Almudena no puede evitar traslucir en el rostro su creciente enfado y se interpone entre la pantalla y el aludido, apagando con gesto hosco un desfasado vídeo musical de James Blunt.

—Y tú, ¿no tienes exámenes?, ¿no va contigo eso de aprovechar el tiempo? Debería darte vergüenza…

Le colma la paciencia la apatía de su hijo y que le conteste con monosílabos, si es que llega a contestarle.

«Si al menos Marta estuviera aquí, todo sería distinto», piensa Santi. Su hermana lleva tres años viviendo en Berlín, y sus escuetas llamadas telefónicas, así como la escasez de sus visitas, no suplen una ausencia que desgarra el alma de Almudena: desde que enviudara hace un lustro, reconoce que no es la misma mujer, que se ha vuelto huraña y distante. Se siente frustrada con el trato que le ha dado la vida y a veces se sincera con su hijo, utilizándolo como incondicional paño de lágrimas. Entonces, Santiago pasa a llamarse Santi de labios de su madre y el monocorde tema de la universidad queda estacionado en el parking de la incomprensión durante horas e incluso días.

Todo cambiaría si armándose de valor se sincerara con Almudena, pero no se atreve porque en cada intento se atora y se le nubla la vista, al punto de sentir que es engullido por un remolino de desolación, o que el suelo se hunde bajo sus pies. Por suerte, cual milagro, se torna invisible y aprovecha para refugiarse en su particular santuario: el dormitorio de Marta. Abre armario y cajones, desliza las manos por los encajes de lencería, recorre con la yema de los dedos la textura de blusas y vestidos que cuelgan de las perchas y se prueba infructuosamente varios pares de tacones, que le quedan pequeños; más tarde, en la quietud de la madrugada, el silencio se convierte en su aliado y comienza a maquillarse. Sentado ante el espejo del tocador, aplica rubor en las mejillas, da sombra a sus ojos resaltando su felina mirada turquesa y el carmín le dibuja una sonrisa que le hace olvidar de un plumazo cualquier atisbo de pesadumbre. Procura caminar de puntillas, contoneando las caderas como una modelo de pasarela. Se está dejando crecer bastante el cabello pese a la reprobación materna, y le encanta el efecto de su caída en cascada por la espalda, con los suaves bucles castaño ceniza a lo Lauren Bacall.

«¿Sabes? No me canso de repetírtelo: te pareces cantidad a Veronica Lake…», le suelta el cinéfilo de Ricardo, en cuanto se conecta al chat de videollamada en Messenger. Satisface su fantasía erótica cepillándose la melena para ocultar la mitad del rostro, hablándole con voz cadenciosa, ensayando poses de actriz mítica de celuloide, hasta que Ricardo comienza a excitarse… Él es una especie de amor virtual al que acude esporádicamente para aliviarse del estrés cotidiano; en cambio, el auténtico, el amor que destierra su propio nombre a los abismos y extrae de él a la mujer que lleva aprisionada dentro, se llama Adrián.

«No me esperes despierta, mamá; me quedaré en casa de Elena». Y en la mochila donde debería guardar los apuntes, mete un liviano vestido de Marta, un sujetador de satén negro y unas braguitas a juego. Adrián se encarga de comprarle los tacones de su talla, de manera que no ha de preocuparse por ese particular. Marta le ha legado su armario, su maquillaje y sus secretos de belleza, sabedora de que Santi es como una hermana para ella.

Es consciente de que en este curso no aprobará nada y su relación con Adrián va naufragando en un encabritado mar de dudas. «No podemos continuar así, cariño», le reprocha continuamente. «¿Cuándo vas a comenzar el tratamiento hormonal? ¿Por qué no le dices de una vez a tu madre quién eres?» Sabe que está perdiendo poco a poco a Adrián porque el miedo le impide enfrentarse a su propia realidad. Pero ahora, considera que esta noche ha de ser por fin el momento indicado…

Mientras cae la tarde y Almudena está de compras en el centro comercial, decide salir de casa ataviada con un traje de falda y chaqueta color tierra, sobria, con un maquillaje discreto que no logra disimularle las ojeras y calzando unas mallorquinas que compró la víspera en la zapatería de la esquina.

La madre se enfrentará a un piso desangelado y despotricará contra la indiferencia de su hijo, que una vez más ha vuelto a dejarla sola. Sin embargo, al mismo tiempo se despreocupará, pensando que habrá quedado con Elena que, sin conocerla aún, la percibe como una chica sensata. Hace años que se barrunta ciertas cosas que colisionan con su raciocinio, que se niega a asumir. Ella, acérrima enemiga de la telebasura, zapea uno tras otro los canales, esperándolo nerviosa. Últimamente tiene el pálpito de que algo que desconoce está a punto de suceder. Por eso, cuando oye unos pasos por el rellano, deteniéndose en el descansillo, desenchufa el televisor del cable, se anuda la bata y se queda de pie expectante, frente a la puerta de entrada, con el corazón encogido.

Primero se fija en las mallorquinas, después recorre con la vista unas piernas bien torneadas y depiladas, que dan paso a un formal traje sastre que llega hasta las rodillas, asciende por un lánguido cuello, y se detiene en un rostro femenino de singular belleza; luego, realiza el recorrido inverso en el apuesto joven que la acompaña, pero es incapaz de fijarse más allá de los vaqueros.

—Hola, mamá. Te presento a mi novio, Adrián. Yo soy Elena…

Sin proferir palabra alguna y desbordando un torrente de lágrimas reprimidas durante años de ceguera autoimpuesta, Almudena se deja abrazar por su hija.

© José Manuel Muñoz Serrano.

© Publicado en https://www.gehitu.org/gehitu-magazine-107-abril-2020/

josemamuser@gmail.com

 

 

 

 

 

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